Friday, March 21, 2014

FORMAS DE ÁNGELES por Waldemar Verdugo Fuentes (fragmentos)

-FORMAS DE ÁNGELES: Re-Visión de los Ángeles del Cielo. Fragmentos publicados en papel vegetal en revista Vogue y periódico Unomásuno, México, citados en Hemerografía final. ISBN 978-956-353-559-4 Nunca fueron tan populares los ángeles como en nuestra época; cuando, revestidos de los más modernos y sofisticados aparatos que la mente actual concibe, se desplazan entre nosotros en naves, circulares y envueltos en luz o en formas únicas que fotografiamos en el cielo. Ya no son los ángeles arquetípicos de alas transparentes, ni aquellos regordetes del Barroco; han adquirido las más diversas formas, generalmente humanas común y corriente, pero también vistiendo extrañas ropas e incluso con singularidades antropomórficas, propias de un posible mundo extraterrestre, a imagen y semejanza de lo que entienda por ello el testigo. Se sabe, según la Historia de la Imaginación, que los ángeles toman forma de acuerdo a la cultura y la época. Y esto es lo que ha ocurrido. Al margen de si se acepta o no la existencia de los ángeles, este libro sólo pretende contar formas con qué aparecen según quienes les han visto, qué carácter revelan y cuál es su modo de obrar. Se narra aquí de ángeles en particular: el que acompaña al poeta Virgilio en La Divina Comedia, el que habla con Arjuna en el Bhagavad Gita, del ángel de la Guarda, de los arcángeles Rafael, Miguel y Gabriel. Y hablo de los Ángeles Endorfineos que habitan en el cerebro del hombre. (Waldemar Verdugo Fuentes) http://www.amazon.com/dp/B00HGV9MXM

Monday, July 24, 2006

ENTRADA CON ANGEL DE FONDO.

FRAGMENTOS de "FORMAS DE ÁNGELES"
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

“Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos con ligereza”. (G.K. Chesterton)
 

ÍNDICE

PRÓLOGO

NOTICIA SOBRE LOS ÁNGELES

DE LAS MISIONES DE ÁNGELES
El Ángel de la Guarda
El Ángel de La Divina Comedia

DE ÁNGELES EN LIBROS SAGRADOS
En la Biblia.
En el Bhagavad-Gitá.

CURADORES DEL ALMA
De la Invocación Tradicional
Mensajes de Ángeles

LOS ÁNGELES ENDORFINEOS DEL CEREBRO

DE LA COMUNICACIÓN CON LOS ENDORFINEOS
 
ILUSTRACIONES:
Collages del autor.
Fragmentos de esta Obra Publicados en Papel Vegetal.
Revista Vogue y Diario UNOMÁSUNO de México.

DE LA EXISTENCIA DE LOS ANGELES

“Si a un ángel le pegan un tiro, cae hacia arriba”. (Rafael Alberti)

“Nada hay más maravilloso, en los quince mil millones de neuronas del cerebro humano, que su capacidad para convertir pensamientos, esperanzas, ideas y actitudes en sustancias químicas. Todo comienza, por lo tanto, con las creencias. Lo que creemos es la más poderosa opción de todas”. (Norman Cousins en “Opciones Humanas”, 1981).

ANGELES DEL CEREBRO


NUESTROS ANGELITOS CEREBRALES.
LOS ANGELITOS QUE LLEVAMOS DENTRO
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

El mundo del espíritu es un mundo al cual el hombre tiene acceso por la fe. Y, a partir del siglo XX, por la ciencia, cuando, en 1973, se produjo un descubrimiento científico sensacional: tres laboratorios (en Nueva York, Baltimore y Uppsala, Suecia) informaron de manera simultanea e independiente el uno del otro, acerca de una asombrosa certeza: la existencia en el cerebro humano de una “cerradura” que guardaba puntos receptores específicos, los que se repetían en la médula espinal. La existencia de una cerradura implicaba la existencia de una llave (o llaves) dentro del sistema nervioso. En 1975 comenzó a abrirse esta puerta enorme: John Hughes y Hans Hosterlitz, en Aberdeen, Escocia, anunciaron que estos puntos receptores específicos eran, en realidad, opiáceos naturales del cuerpo humano que actúan a partir de esos dos puntos: el cerebro y la médula espinal, en circunstancias determinadas. A partir de ese momento se identificaron en el curso de cinco años varios otros productos naturales del cuerpo similares a los calmantes conocidos que habíamos extraído hasta ahora de las plantas, ubicadas, precisamente, en el cerebro y en la médula, a partir de donde se esparcen en la sangre produciendo sanidad al cuerpo sin el fantasma horrible de la adicción de los enfermos tratados con cannabis sativa, opio, morfina, cocaína y otros derivados. Así, desde entonces, a estos calmantes naturales del cuerpo se les llamó “endorfinas”, “los angelitos que llevamos dentro”, que se despiertan y actúan cuando queremos, si sabemos hacerlo.
Hace mucho tiempo, algún aventurero desconocido probó el sumo de la amapola, y su cerebro lo reconoció como criatura propia. Por algún sentido insospechado de la planta brotaba una sustancia que se correspondía con algo ya existente en el cerebro. Ahora sabemos que el opio, la morfina y los productos químicos de otras plantas, como la temida cocaína, son adictivas. En esencia, ahora sabemos que el cerebro es engañado. Los productos químicos son confundidos con los que el propio cerebro produce naturalmente. Como consecuencia, el cerebro detiene su producción interna y comienza a depender de la fuente externa. Al suplantarse la producción natural de estos angelitos que desde el nacimiento llevamos dentro de nuestro cerebro se crea el círculo de dependencia, puesto que, el cerebro, dado que su función normal se ha acallado, le resulta inaceptable el corte de su independencia. Sépase: el cerebro humano produce, por si mismo, todos (absolutamente todos) los elementos que hay en la naturaleza, y sus aleaciones químicas. Somos un compendio más uno. Nuestro cerebro es, aun, anterior a la química. Ahora lo sabemos. Tenemos en nosotros mismos todo lo que existe. Los ángeles, en verdad, químicamente están viviendo con nosotros.
¿Por qué, entonces, no nos tornamos adictos a nosotros mismos? Esta pregunta y su respuesta son la base de todo el punto de vista bioquímico del hombre del futuro, y es otro legado del siglo XX a la ciencia médica. La manera de responder, según lo que hasta ahora se sabe, es que la forma de invocar a estos ángeles naturales al hombre nos sea aún desconocida y, en relación directa al aplacamiento del dolor físico humano, estén a distancias siderales de la cantidad de morfina, por ejemplo, usada para aplacar el dolor de un cuerpo. La tarea inmediata es desarrollar una droga que funcione a un nivel igual que el de las endorfinas ya existentes en el cerebro, o sea, un remedio para el dolor físico y psíquico que no provoque adicción. Por supuesto que la idea es llegar a un conocimiento que permita al hombre nuestro de cada día despertar este remedio naturalmente en nuestro cerebro, por solo deseo, pero eso esta aún por verse. Por lo pronto, la ciencia predica que los aliviadores del dolor humano (del físico y del psíquico) que es la función natural de los ángeles endorfineos, en verdad, radican en el cerebro y en la médula espinal, a la manera inmemorial de actuación de las huestes angélicas: que se adaptan a la condición del hombre, tomando formas humanas, según los lugares, los tiempos y las diferentes circunstancias del conocimiento humano.
Para un científico, como para un hombre de fe, el camino de la comprensión es un camino que no tiene fin. La ciencia se ocupa de reducir la incertidumbre de la naturaleza, y, sin embargo, la incertidumbre es algo que pocos científicos realmente desearían conquistar enteramente. Cuando el escenario se vuelve previsible, ya no es divertido. En la realidad científica, es cierto, sólo a finales del siglo XX, el hombre dio un último intento de brindar un modelo unificador del mundo, y con posibilidades de éxito. La física moderna basa su ultimo aliento en un modelo revolucionario que ha denominado “súper fibras” (superstrings) y en un hipotético universo de diez dimensiones; modelo que está siendo esgrimido como teoría del todo (TDT), que (en palabras de G. Taubes en Discover, diciembre de 1986, página 34): “No deja de explicar nada en el universo: Toda materia y energía, todas las fuerzas, todos los seres humanos, planetas, astros, gatos y perros, quasares, átomos, automóviles y demás, desde los comienzos mismos del mundo hasta el fin de los tiempos”.
Por supuesto que una TDT no sólo afirma la existencia de los ángeles, sino que constituye la máxima aspiración intelectual de los científicos. En el libro “La Segunda Creación” (1986, página 9) los autores Robert Crease y Charles Mann dicen: “Una teoría unificada total significaría el fin de la física... La ciencia continuaría, pero se habría dado respuesta a todas las interrogantes fundamentales que la física puede plantear”. Es a lo que aspira finalmente en hipótesis básica el actual estudio del mapa genético humano, que aún no termina de realizarse en este año 2006, pero muy pronto lo tendremos, y permitirá eliminar varias enfermedades que acechan al hombre: el proyecto, centrado en la Universidad de Emory, EE.UU., tiene planificado hacia el año 2016 estudiar el ADN de los recién nacidos y predecir la susceptibilidad o resistencia a ciertas enfermedades, así como cuáles fármacos serán más eficaces para tratar las enfermedades en distintas personas. Estamos entrando en una nueva etapa en que se podrá predecir la salud de la gente y prevenir males. Hasta ahora se ha trabajado en tres mapas genéticos: el primero fue la lectura general del genoma humano, terminado en detalle el 2003 sobre la base de ADN de seis personas. Luego vino el mapa que estudió cambios mínimos dentro de un gen, es decir, cuando una de las cinco bases nitrogenadas del ADN es reemplazada por otra; esta información se obtuvo al estudiar el ADN de 36 personas y se publicó el año pasado. En este nuevo desafío, los científicos, basados en el segundo mapa, comienzan a realizar combinaciones de bloques de genes para explicar el cuerpo humano, en un trabajo que parece de nunca acabar pero que de inmediato nos entrega resultados, como la explicación de casi un 25 por ciento de las variaciones genéticas de algunas enfermedades como la fibrosis quística. La idea es llegar un día a conocer la causa y consecuente remedio para todas las enfermedades que asolan al cuerpo humano, lo que ya dejó de ser materia de ficción científica y se inscribe en la historia de la inmortalidad humana, que se comienza a escribir. Por supuesto cuando experimentamos una ambivalencia hacia su plena consecución es válida la pregunta que el poeta Robert Browning se hiciera hace mas de un siglo “Ah, porque la órbita del hombre debe exceder su alcance. ¿O para qué hay un cielo?”.
Es cierto que la física teórica nunca dejará de ser divertida. Y, por lo pronto, en el campo de la neurociencia práctica un TDT se ve lejano. Así es que, por lo pronto, los actuantes de estas disciplinas científicas no están enfrentados al dilema de esa posibilidad, aún cuando el contenido de ambas sueña eso como fin posible. Porque si el físico teórico considera de un modo como funciona el universo, piel afuera, el neurocientífico considera como funciona nuestro universo piel adentro; sin embargo, el punto de referencia es siempre la experiencia del contexto en este caso del cerebro humano: no tenemos otra manera que nuestra inteligencia. Y encontrar esta unidad se trata de una empresa tan tremendamente difícil que, en este instante, todos nos damos por satisfechos con mencionar la ocasional TDT (o TDA -Teoría De Algo-, como le dicen algunos socarronamente). Sin embargo, es cierto que hay algo que está como dormido en nuestro cuerpo y que, a partir de 1973, se asocia con las endorfinas, esos opiáceos que produce naturalmente el cerebro y que actúan como analgésicos y euforizantes, decíamos, tal como ocurre con las decenas de aleaciones químicas que se han inventado utilizando las plantas alucinógenas.
Estas drogas prohibidas en forma natural por la legislación de casi todos los países civilizados, para restar el peligro de que sean usadas por los niños, se han convertido en metáforas de las ideas del cielo e infierno, cualesquiera sea la forma en que nos imaginemos a éstos. El opio y la cocaína son excelentes medios naturales para aliviar el dolor y producir euforia, pero tienen su precio: la dependencia. Sin embargo, se han usado desde el mas antiguo pasado, pero solo hasta hace poco tiempo no se sabía porqué el organismo se volvía adicto, y ni siquiera por qué estos alivian de partida el dolor o anima. Ahora sí sabemos por qué. Por primera vez en la historia alcanzamos a comprender cuales son realmente los orígenes del dolor y de la euforia, infierno y cielo de nuestra existencia. Su comprensión surge de una notable serie de descubrimientos que preanunciaron toda la revolución que hoy se vive en el campo de la investigación biomédica. En esencia, el descubrimiento científico clave partió de una certeza: el organismo fabrica sus propias drogas, productos químicos que se confabulan por procesos que hoy se estudian y que actúan como el opio o la cocaína y, en verdad, más efectivos aún. Gracias a estos nuevos descubrimientos, es que se examina ahora la función histórica de estas drogas en sí. Ocurre que, durante siglos, y especialmente en la América de Sur, la cocaína se usaba normalmente. Igualmente el opio había sido un producto común y corriente, sin que se les asociara a ninguna de las imágenes que hoy lo rodea, y usados por igual en oriente y occidente (aunque a estas alturas, cuando el mundo comienza a derribar sus fronteras, sea retrógrado hablar de uno y otro hemisferio, pero vale como punto de referencia de un paso histórico). Durante el siglo XIX, específicamente, europeos y norteamericanos usaban opio y alcohol casi en un mismo nivel. Sólo al finalizar el mismo siglo XIX fue que se le comenzó a considerar como algo en relación con “el lado oscuro del Paraíso”.
Específicamente, la primera descripción detallada del opio procede de comienzos del siglo III antes de Jesús. Investigadores como H.F. Justson (en “El octavo día”, 1979, página 182) afirman que el opio se consumía ya unos mil años antes de nuestra era. En excavaciones realizadas en Chipre se hallaron pipas para opio en cerámicas, de fines de la edad del bronce, hacia el 1200 ante de Jesús; las vasijas Chipriotas de esa época muestran detalles de cápsulas de amapola en las que se han practicado incisiones. Los egipcios, por su parte, describen las cualidades medicinales de la amapola de opio en papiros que se remontan al año 1550 antes de Jesús. En la Grecia antigua el opio ocupaba un lugar significativo simbolizado en la flor de la amapola. Démeter la diosa de la fertilidad y la agricultura ocasionalmente era retratada con una amapola en la mano, en reemplazo del habitual haz de trigo: la leyenda narra que al emprender Démeter viaje en busca de su hija, transida de dolor, por la pérdida de Perséfone, la diosa llegó a Siajon, antes llamada Melona, la ciudad de las amapolas, y recogiendo un manojo de estas flores les practicó una incisión, y probó el líquido gomoso y amargo que manaba, y al probarlo olvidó sus pesares... hoy esta flor decora sus altares. Según los estudiosos, el opio se utilizaba en los ritos sagrados en Eleusis, para simbolizar la necesidad de olvidar el dolor del año que moría. El magnífico Homero narra en “La Ilíada” que Elena de Troya servía a los guerreros griegos, fatigados por el combate, el que llama “nepenthe” disuelto en vino, y que se identifica con la droga porque la poción les disipaba las penas y el dolor, de modo que lo peor quedaba sanado. Claro que en las ciudades griegas de la época se vendía el opio en forma de tortas y caramelos así como bebida en las que se lo mezcla con vino.
Así es que el opio era recetado por los médicos en el antiguo Egipto, Grecia y el mundo Árabe para aliviar una serie de males, pero no se pudo separar su uso medicinal del puramente recreativo. Sus atractivos duales permitieron que los árabes lo traficaran, a partir del siglo VIII de nuestra era, en que lo introducen en Persia, India y China. Investigadores como Hayter y KIornetsky están de acuerdo en afirmar que Europa fue iniciada en el consumo durante los siglos XI y XII, con el regreso de los cruzados que, a su vez, lo habían aprendido de los árabes. En un comienzo era utilizado por los curanderos como ingrediente común en una amplia variedad de pociones. Con posterioridad, en los albores de la medicina moderna, el opio comenzó a emplearse como remedio oficialmente, al usarla como droga terapéutica el insigne Paracelso, que promocionó su uso aliándolo con vino y una serie de especies a la que denominó “láudano”, que adquirió tan vasta difusión, que quienes se entregaban a su consumo pasaron a ser llamados “bebedores de opio”, siendo popular durante los cuatro siglos siguientes entre los europeos que lo consumían como bebida, en incontables variantes de la formula de Paracelso. No existe referencia histórica de que alguien haya mencionado a esta bebida de opio como peligrosa por su efecto adictivo. De hecho, hasta hoy, el láudano sigue constando en el registro de la farmacopea de casi todos los países de Europa y América, definido en farmacia “tintura alcohólica de opio”.
En América estamos acostumbrados a asociar el opio con la China. Lo cierto es que en algún momento entre los siglos IX y XVIII se inventó una forma de consumo que en nuestra mente se volvería sinónimo de China: fumar el opio, que fue tan popular como en Europa, y mucho menos que en Asia. En China misma (según afirma J. Beeching en “Los caminos del opio en China”), durante por lo menos ochocientos años tras su introducción, el opio se empleó casi exclusivamente sobre bases medicinales, consumido en crudo, para aliviar el dolor y como remedio contra la disentería: “Existían, sin embargo, bolsones de adictos al opio, auque limitados a provincias aisladas de la región oeste, donde el opio se introducía a través de los pasos del Himalaya desde el Tibet y Birmania. En general, todo el opio existente en China procedía del exterior. Considerando la inmensidad de su territorio, sus efectos pasan casi inadvertidos. En 1782, un traficante sufrió graves pérdidas económicas intentando introducir un cargamento de opio en Cantón”.
El panorama comenzó a variar a partir del siglo XVIII, cuando los ingleses se enamoraron del té. Adquiriendo la demanda de este producto proporciones enormes, obligándose los ingleses a encontrar un producto apropiado para intercambiar té con los mercaderes chinos. Los intentos con la lana inglesa fueron un fracaso porque el hilado del algodón chino ya brindaba aceptable protección para el invierno. Meter Fay en “La guerra del opio”, lo explica así: “Al parecer China ya lo poseía todo: el mejor alimento del mundo: arroz; la mejor bebida: té; y las mejores telas: algodón, seda, pieles, como advirtió cierta vez Hart, el inglés que dirigía el servicio aduanero de la China en posteriores años del siglo XIX. Al alimento, bebida y ropas agréguense los artículos manufacturados, pues en la China, al igual que en la India, las artes industriales estaban tan avanzadas que Europa, antes de la revolución industrial, casi nada podía ofrecer por comparación. ¿Qué eran los relojes y las cajitas de música para rape fabricados en Birmingham, en comparación con los empapelados, telas, objetos de laca y porcelana que salían a tropel de los comercios y talleres de manufactura de China?”
Cuando las tropas británicas conquistan la provincia de Bengala, en la India, en 1773, brotó una solución fortuita. De pronto, el monopolio de las ventas de opio hindú de la más alta calidad se encontró bajo el control de la British East India Company, y ocurre lo que relata al historiador Jack Beeching: “En sus manos habían caído accidentalmente abundantes cantidades de un producto que a cualquiera mercader entusiasta bien podría perdonársele el considerarlo la respuesta a sus plegarias: un artículo que se vendía solo, puesto que cualquier comprador que haya adquirido el gusto por el opio siempre vuelve ansiosamente en pos de más, dinero en mano”.
En China, el primer edicto imperial que prohíbe el consumo del opio data de 1799: “Los extranjeros evidentemente obtienen las más suculentas ganancias y ventajas... pero que, además, nuestros compatriotas se entreguen a ese vicio destructivo e insidioso, verdaderamente resulta odioso y deplorable”. La opinión más antigua de China coincidía con la visión oficial, porque los discípulos de Confucio consideraban que fumar opio mancillaba el cuerpo y debilitaba los lazos entre los propios antepasados y los descendientes; y los seguidores de Lao Tzse, por su parte, no tenían ni tienen jamás la menor intención de intervenir en la naturaleza original de las cosas, comenzando por su cuerpo, así que la prohibición oficial fue bien recibida. Narra N. Allen, en “El opio en India y China”, que en 1853 el emperador de China, en un histórico acto de desafió contra los potenciales involucrados, mandó a un alto comisionado, Lin Tse-hsu, a confiscar una elevada cantidad de opio que traía un barco extranjero “haciendo incinerar públicamente la droga en Cantón”. Ello dio lugar a grandes tensiones internacionales que culminaron con lo que se llama la Primera guerra del opio”. Para 1842, el poderío de las armas europeas habían puesto fin al conflicto al firmarse el tratado de Nakín, que concede a Inglaterra como colonia de unos de los mejores puertos del mundo: la isla de Hong Kong, fijándose, además, otras cinco ciudades como puertos exclusivos de entrada para el comercio británico, con todas las concesiones hasta el entonces remoto año de 1997. En 1860, por un nuevo tratado, durante la llamada segunda guerra de opio en que, además de Inglaterra intervinieron Francia y Norteamérica, se obliga a China a legalizar el opio dentro de sus fronteras. Poco o nada conocen en América las consecuencias internas que esto produjo en China, pero consiguieron abrir el país al resto del mundo. Pensemos que hasta entrado el siglo XX China era un pueblo desconocido para nosotros. De aquella época de mezcla universal se arranca, por ejemplo, la popularidad de un pequeño perro que era normal en Pekín, y que alguien llevó de regalo a la corte de la Reina Victoria, esparciéndose en todo el mundo el simpático perrito Pekinés.
En el libro “El opio en Inglaterra” (1800-1926), V. Berridge narra que las guerras del opio eran algo totalmente ajenas para el inglés común, que muy poco o nada incidía en su viada cotidiana, y de interés del gobierno de su majestad como índole comercial. No obstante, el opio cundía por doquier: “Llegaba principalmente de Turquía... todos los años ingresan al país enormes cantidades de opio: entre diez y veinte toneladas en 1820, cuatro veces esa cifra en 1860. La diferencia más importante con China no era la medida de su consumo sino el modo en que era consumido. En la Inglaterra victoriana se lo bebían en forma de láudano, en tanto que los fumadores de opio que constituían la práctica oriental eran, por el contrario, identificados con vicio y degradación, y se les asociaba con los estratos más marginales de la sociedad. Los fumadores arrastraban todas las perversas consecuencia que se han trasmitido hasta hora, en tanto que los respetables salones de las familias inglesas eran un sitio normal para beber el opio”.
Entre los anglosajones puede rastrearse la popularidad del consumo por la enorme difusión de un libro escrito por John Jones en 1700 (traducido luego a nuestra lengua como “Los misterios del opio revelados”), y se debe destacar porque es la primera obra inglesa que nos llega en que no se enfoca el opio meramente como producto medicinal, sino como hábito; sin embargo, escrito en un estilo poco claro, concluyentemente no advierte de los peligros del consumo sin llegar a justificarlo, llegando el lector desprevenido a creer que el consumo era una práctica aceptable si se le mantenía dentro de niveles moderados. Por lo demás, muchos doctores de la época escribieron otros tantos libros en que se recetaban opio, principalmente en su fórmula de láudano, con la opinión médica dividida al respecto, tal cual sucedía en el resto de Europa y nuestros países de América, donde comenzaron a traducirse un sinnúmero de libros, principalmente persas y turcos, que exaltaban las virtudes del opio. No se necesitaba ninguna autorización para la venta del láudano y fue enormemente popular, de modo que era ofrecido al público junto con muchos otros productos corrientes. En este sentido el opio fue como la aspirina de nuestra época, que a nuestros niños se la tenemos preparada con anticipación a su nacimiento. El opio entonces comenzó a venderse en docenas de fórmulas en su manera de láudano como remedio, siendo populares algunos con nombres tan sugerentes como “Licor de Godfrey”, “Jarabe Calmante de Mrs. Winslow”, “Penique de Paz”, “Elixir del opio de McMunn”... dice el historiador ingles Meter Fay (en “El camino del opio”) que se administraba para el dolor de muelas, para los cólicos, para tener quietos a los niños, resultando particularmente exitoso entre las mujeres que debían salir a trabajar en la era industrial de las ciudades fabriles de Inglaterra: “Cuando se iban a la fábrica debían dejar a sus pequeños hijos al cuidado de ancianos o de otros niños de poca edad; no podían hacer otra cosa y tranquilizar a sus hijos no era más que una medida habitual de prudencia. Un farmacéutico perfectamente respetable de Manchester abasteció con regularidad a setecientas casas particulares, mezclando su marca específica de “remedio” a razón de cien gotas de láudano por onza, y vendiendo cinco galones por semana”.
En esa época surge desde Inglaterra un fenómeno cultural que se extendería a todo el mundo: el artista-adicto; cuando surgen en lengua inglesa y francesa, especialmente, algunos escritores que cantaban al opio como hálito del proceso creativo (ahora podemos decir que cantaban a un elemento que tenían en su propio cerebro y pudieron despertar utilizando un elemento análogo que brota de las plantas). En Inglaterra, quien dio el primer paso fue Thomas De Quincey, que publica en 1821 “Confesiones de un opiómano”: “El maldito cocodrilo se convirtió para mí en objeto digno de más honras que todos los demás. Me vi obligado a vivir con él, y (como siempre ocurría en mis sueños) así fue durante siglos”.
Ahora es imposible saber cuantas personas se hicieron adictas luego de leer a De Quincey, que impuso la moda de beber opio como manera de expandir la capacidad intelectual. La bebida que en particular popularizó era el láudano llamado “de Sydeham”, desarrollado por el médico inglés de ese apellido y de nombre Thomas, que gozó de enorme reputación. Se trataba de opio disuelto en jerez y aromatizado con canela, clavo de olor y azafrán. En 1968, en “El opio y la imaginación romántica”, Alethea Hayter diría que “era como el hombre que acaba de explorar un siglo casi desconocido y regresa para asombrar a sus propios compatriotas con la descripción. Pero buena parte del ímpetu supuestamente intelectual que produce el opio no es más que una ilusión subjetiva en el adicto: él “siente” que tiene ideas brillantes y realiza difíciles hazañas intelectuales con extraordinaria facilidad, pero los resultados no suelen ser comprobados por logros objetivamente mensurables... Las vastas obras filosóficas que pueden explicarlo todo no llegan a escribirse, o, si se las escribe, nada explican”.
Sin embargo, se escribieron algunas obras memorables inspiradas en el opio. El mismo De Quincey es el autor de “El asesinato como una de las bellas artes”, que aún se lee. Samuel Taylor Coleridge, que nunca abandonó el hábito, aunque escribió haberlo intentado, es autor de las soberbias “Rimas del marinero anciano”, y de “Kubla Klanm”; sus baladas líricas introducen en Inglaterra el Romanticismo, y la crítica de su país está de acuerdo en que su obra “Ayudas a la reflexión” crea los pilares del idealismo británico. Por supuesto que Coleridge se hizo esencialmente místico y adverso a la nueva sociedad industrial, que despreció. Hoy es un autor respetado y absolutamente vigente en su intención artística. Existen opiniones afirmativas de que el mismo Edgar Allan Poe escribió bajo los efectos del opio la mayoría de sus cuentos y poemas; en todo caso se sabe que era bebedor ocasional de láudano. La primera novela policial inglesa, estrictamente hablando, es “La Piedra Lunar”, 1868, publicada por Wilki Collins quien declaró entonces haberla escrito bajo el efecto embriagante del opio, del que era adicto. A lo largo de su novela, en la trama Collins capitaliza su propia experiencia con la droga, anticipándose, en la realidad, unos sesenta años a los descubrimientos científicos asociados con la mente bajo el efecto del opio; especialmente en lo relacionado con el fenómeno de la adicción y su modo de operar en que la maravilla que produce la droga no puede retornar a la memoria cuando el efecto se disipa, pero retorna de inmediato cuando se toma más dosis. El personaje central de la novela, Franklin Blake, recibe de un amigo el consejo de tomar láudano como medio de descubrir dónde, sin saberlo, había ocultado el famoso diamante “piedra lunar”, que da título al libro. La racionalidad del consejo le es explicada así: “Recordarás, bajo la influencia de la segunda dosis de opio, el lugar donde ocultaste el diamante bajo la influencia de la primera dosis”. Autores de entonces que hoy son clásicos, como Charles Dickens y Charlotte Bronté, también se ocuparon del tema, pero aparentemente basados en su imaginación.
En Norteamérica el consumo de opio, en muchos sentidos, se popularizó de inmediato en forma similar que en Europa. En investigaciones realizadas por Edgard Brecher, se comprobó que sobre treinta y cinco farmacias de Boston en 1888, el 78 por ciento de las recetas que se habían repetido tres o más veces contenían opio. La amapola del opio se cultivó bastante en Velmont y New Hampshire, en Florida, en Louisiana, California y Arizona; declarándose ilegal su siembra sólo en 1942: “Las mujeres superan a los hombres en proporciones de tres a uno en cuanto al consumo de opio, pues beber alcohol no se considera respetable en el sexo femenino. Los maridos bebían alcohol en el bar: las mujeres tomaban opio en la casa. En 1897 el catalogo de “Sears” anunciaba láudano a seis centavos la onza. Otros remedios eran destinados específicamente a los alcohólicos, por ejemplo la “Cura secreta Estrella blanca” que se aconseja para agregar en el café del caballero después de la cena... por supuesto que el caballero se queda dormido, anuladas sus intenciones de salir al bar, perfectamente drogado con opio.” Sin embargo, al igual que en Inglaterra, si bien el láudano era aceptado normalmente, el fumar opio era fuente de reacción generalizada contraria a su práctica.
Los primeros fumaderos de opio en América llegaron al oeste, al hoy mítico farwest donde entra como costumbre implantada por miles de hombres traídos de China durante la década de 1850 y 1860 para construir los caminos del ferrocarril. De entonces data la costumbre que se había de esparcir a todo el resto del continente, auque con menos fuerza que en Norteamérica. El caso fue que mediante un sistema de viaje a crédito, estos emigrantes chinos adeudaban el costo del pasaje a sus patrones, y con sus jornadas podían en teoría pagar la deuda e incluso financiar el pasaje de regreso a su tierra natal. Pero muy pocos consiguieron acumular lo suficiente para el regreso, y como la mayoría de los trabajadores eran reclutados en la zona de Cantón, donde el trafico era una costumbre bien conocida, ésta simplemente se trasladó ahora como vía de escape para una sociedad de hombres desarraigados, de hombres parias que extendieron su adicción a todos los estratos de la sociedad norteamericana. California fue el primer estado en prohibir la práctica de fumar opio, cuando en 1875, en San Francisco, se dicta una prohibición, citando una publicación de la época “por temor a que muchas mujeres y jovencitas, así como jóvenes hombres de familias respetables, fuesen inducidos a visitar los fumadores, donde se sumían en la ruinas y de toda índole”. Le seguiría una serie de leyes en el país que prohibía fumar el opio, mientras que la reglamentación de su consumo por otros medios no recibió ninguna atención de los legisladores. A comienzos del siglo XX, el control social de los fumadores de la droga se vio eclipsado con la aparición de sustancias enormemente más peligrosas.
El ingrediente activo primario que se logró aislar del opio fue una base alcalina de color blanco amarillento que su descubridor, el alemán Friedrich W. Adam Sertuerner, denominó morfina, en homenaje a Morfeo, el dios griego de los sueños: hacia 1803 ya había logrado separar la droga por el proceso de desecho, cuando por primera vez redujo un 75 por ciento del peso total del opio separando resinas inactivas, aceites, azúcares y proteínas hasta llegar a la morfina que del remanente era el producto mas potente. Representaba aproximadamente el 10 por ciento del peso total del opio crudo, pero era casi diez veces más podrosa. Todos los demás productos opiáceos que serían aislados luego (por ejemplo, la codeína en 1832) eran más débiles que la morfina. En la comunidad científica, el descubrimiento de Sertuerner fue saludado como un enorme hallazgo: era como si de pronto se hubiera descubierto el medio para reforzar el poder del vino trasmutándolo en brandy. Sin embargo, en su aplicación médica no hubo mayor entusiasmo, porque, si bien el poder de la morfina era notoriamente ventajoso, como debía realizarse un proceso químico, era más costosa que el opio. Además, los médicos se mostraban renuentes a abandonar el uso de un producto que durante siglos había figurado en los arsenales medicinales. En verdad, en el siglo XIX la profesión médica apenas empezaba a condicionarse al desarrollo de los nuevos productos. Así, lentamente la morfina se incorporó como uno más de los remedios patentados que estaban al alcance del público. Sin embargo, hacia 1885 (cuando se inventó la jeringa hipodérmica en Inglaterra) la morfina pasó a convertirse en droga medicinal normalmente catalogada. Ya entonces los productos opiáceos eran absolutamente populares, lo que en Estados Unidos había coincidido con los traumas provocados por la Guerra Civil. En su libro “El habito del opio”, escrito en 1868, Horans Dayn entre otros horrores de la llamada guerra de Secesión, comenta que “sobrevivientes mutilados y destrozados de cien campos de batallas, soldados enfermos e inválidos que salían de prisiones hostiles, esposas y madres angustiadas y desesperadas por la matanza de sus seres más queridos, hallaban, en muchas cosas, alivio temporáneo de sus sufrimientos en el opio”.
En un estudio estadístico realizado por R.M. Julien (autor de “El origen de la acción de las drogas”) se calcula que durante la guerra de Secesión, y tan solo entre las fuerzas de la Unión se distribuyeron diez millones de píldoras y más de dos millones de onzas de productos opiáceos. La adicción al opio llego a conocerse como “la enfermedad del soldado”. La jeringa era demasiado nueva como para que se difundiera la inyección de morfina durante la guerra misma, pero se hizo accesible para quienes, durante ese periodo, se habían vueltos adictos al opio. Hacia 1880, sin embargo, ya la práctica de la inyección era común entre los profesionales médicos, que encontraban en una inyección de morfina poderosa y rápida capacidad para aliviar el dolor. David Courtwright (en “Paraíso Sombrío”, página 47) expresa así el cambio: ”El paciente, fortificado al instante por sentir alivio de su dolor, e imbuido en una sensación de bienestar, recordaría el maravilloso efecto de la droga administrada de esta manera y probablemente solicitaría el mismo tratamiento en un futuro, especialmente si lo aquejaba un mal crónico y experimentaba reiterados dolores. El médico, por su parte, también se sentía mejor al aplicar la inyección. Su paciente respondía rápidamente; el dolor desaparecía y el estado de ánimo mejoraba. Lo más importante de todo era la sensación, que debió ser inigualable para el médico del siglo XIX, quien por fin podía hacer algo por el enfermo dolorido; por primera vez en toda la historia de la medicina, era posible dar a una vasta serie de males un alivio instantáneo y sintomático. Una inyección de morfina era, en un sentido bien real, una pócima mágica, y la jeringa una varita de hadas”.
Un médico distinguido en la época, sir William Osler, dio a esas inyecciones el mote de “G.O.M” (“God’s Own Medicina”, o “la propia medicina de Dios”). Es que, desde un comienzo, se dio a las drogas y su efecto una relación con las cosas divinas que hay en la naturaleza para aliviar el dolor en la vida; por supuesto que en esa época estaba muy lejano el sospechar siquiera que en nuestro propio cuerpo existía la posibilidad de activar el alivio de estos males. Porque las drogas desde un comienzo, comenzaron a aplicarse para curar diversas enfermedades: un texto de 1880 (“Drogas” de Brecher, que fue muy popular) enumeraba 54 enfermedades que podían ser tratadas con inyecciones de morfina, desde la anemia y la angina de pecho, pasando por diabetes, ninfomanía y neuralgia ovárica, hasta tétanos, vaginismo y malestar matutino. David Macht en una reseña del número que abre el año 1975 del Journal of the American Medical Association (página 477) declara que “si toda la materia médica a nuestra disposición se limitara a la elección y empleo de un solo producto, estoy seguro que muchos, por no decir la mayoría de nosotros, escogeríamos el opio”. Sin embargo, hubo no pocos facultativos que alertaron sobre los peligros de la adicción, como Oliver Wendel Colmes, que a mediados del siglo XIX era decano de la facultad de medicina de la Universidad de Harvard, y quien manifestó constantemente su inquietud al respecto por la “frecuente prescripción de opiáceos por ciertos médicos, que ha vuelto muy difundido el consumo habitual de la droga... Una terrible desmoralización endémica que se traiciona a sí misma en la frecuencia con que se ve por las calles el rostro demacrado y los hombros caídos de los borrachos de opio”.
Hacia 1900 la morfina inyectable había empeorado francamente el flagelo y la extensión de éste había tomado proporciones enormes, que impulsaron a John Witherpoon (luego presidente de la Asociación Médica Norteamericana) a advertir a sus colegas: “¡Ah, hermanos! Nosotros los representantes de la más grande y noble profesión del mundo... debemos advertir y salvar a nuestro pueblo de las garras de este monstruo de cabeza de hidra... El hábito de la morfina está creciendo a ritmo alarmante, y no podemos deslindar responsabilidades, sino que debemos reconocernos culpables por administrar demasiado a menudo esa sirena seductora, hasta que se anula el poder de la voluntad.”
A todo esto se debe agregar que intentos por acabar con la adicción se hacían buscando nuevos remedios, que, en verdad, hoy sabemos, resultaron peores que la enfermedad. En 1889 la empresa Bayer introdujo en Alemania un nuevo derivado del opio destinado a aliviar el dolor,”pero libre de las propiedades adictivas”: la heroína. Fue desarrollada en el laboratorio del químico Heinrich Dreser, quien ya antes (en 1880) había logrado desarrollar la aspirina (el ácido acetilsalicílico) como analgésico. De veinte a veinticinco veces más poderosa que la morfina, la heroína (del alemán heroisch, poderosa) fue proclamada como un preparado totalmente carente de riesgos. Se le recomendó incluso como tratamiento a la adicción a la morfina, ni siquiera insinuándose su potencial adictivo, alrededor del doble de la morfina, lo que no fue plenamente reconocido sino hasta 1910.
Hacia comienzo del siglo XX se calcula que había unas 250.000 personas adictas al opio en Estados Unidos, aunque estas se asociaban a las clases marginales y al submundo del hampa. Sin embargo, el movimiento de reforma ya estaba plenamente iniciado en especial en contra de las empresas que abastecían del producto sin contemplar el bienestar público y solo viendo sus propios intereses. Uno de los reformistas y destacados fue Samuel Hopkins, que publicó una serie de artículos desde su columna en la revista Collier’s entre 1905 y 1907. La denuncia que hizo Upton Sincler (que había destapado también el caso de Sacco-Vanzetti en su obra “Boston”) sobre la industria frigorífica en su novela “La selva”, escrita en 1906, había inducido a la rápida aprobación de la ley de Inspección de Carnes. La ley de Alimentos y Medicamentos Puros, aprobados ese mismo año, fue parte de ese programa de reforma social. Desde entonces se exigió que las etiquetas especificaran cuanto alcohol u opio, y de otras sustancias, contenía determinado medicamento: el opio todavía podía venderse en esa forma siempre que en la etiqueta figurase la frase “provoca hábito”. En el curso de unos pocos años esta medida hizo caer la venta de estos medicamentos casi hasta el nuevo orden mundial que se inicia junto con el siglo XX en que Estados Unidos comienza a asumir poco a poco su papel de potencia planetaria, y en que inicialmente accede a los mercados potencialmente lucrativos de Asia asumiendo una actitud estratégica: así efectúa un primer llamado para el primer encuentro internacional sobre el tráfico del opio, pero, como narra el historiador David Musto: “Estados Unidos, en vísperas de asistir al encuentro internacional que había convocado para ayudar a China con sus problemas de opio, y para guardar las apariencias, rápidamente dictó una legislación”. Así, momentáneamente, en 1909 se prohibió el opio destinado a fumar. En 1914 se aprobó la ley Harrison sobre narcóticos, que prohibía el opio, la heroína, la morfina, cocaína, marihuana y varias otras sustancias, en todo preparado no confeccionado bajo receta médica, convirtiendo en delito la posesión de estas sustancias sin prescripción. Musto describe como se recibió esta ley: “La aprobación de la ley Harrison se efectuó tras consultas con los correspondientes intereses comerciales y profesionales, a partir de la obligación de Estados Unidos hacia otras naciones, y con el apoyo de grupos reformistas, mas no fue cuestión de primordial interés nacional. Aunque posteriormente las drogas se convirtieron en tema de gran interés popular, el dictado de esta ley pareció solo una bofetada a un mal moral, algo parecido a las leyes contra juegos de azar. Pasó en gran medida inadvertida porque el tema del control de narcóticos no provocaba en absoluto la controversia asociada con la prohibición del alcohol... casi nadie utilizaba el término templanza al discutir el consumo de opiáceos o cocaína después de 1900: para las primeras décadas del siglo, se dictaminó en debate público que ninguna de las clases de drogas tenia valor alguno salvo como medicamento”.
Pero la adicción era tan obvia, que el mal que producían estas sustancias estaba a la vista de todos. Tras la decepción de la heroína como calmante potencialmente útil, prosiguió la búsqueda de alternativas que no produjeran adicción. Cuando en 1939 se descubrió la meperidina (el llamado Demerol), originalmente como antiespasmódico, se alentaron grandes esperanzas en sus efectos analgésicos, pero al poco tiempo se descubrió que era también una sustancia adictiva. En verdad, los nuevos calmantes sintéticos que se comenzaron a descubrir desde entonces, se consideran más peligrosos que cualquiera existente en el reino de la naturaleza, pues sus efectos pueden sentirse en cantidades increíblemente milimétricas: como por ejemplo la etorfina, una droga sintética que es de cinco mil a diez mil veces más potente que la morfina y alivia el dolor con una dosis tan baja como la de un diezmilésimo de gramo, pero es extraordinariamente adictiva.
Ahora, las investigaciones que llevaron a descubrir el remedio al dolor físico en el cerebro mismo del hombre, comenzaron con estas preguntas: ¿por qué existe un vínculo aparentemente insoslayable entre calmar el dolor y la adicción física? ¿Qué hay, en el cerebro, que responde con tanto deseo a estos productos químicos? Hubo de recorrerse un largo camino antes de llegar a los “angelitos”, a descubrir que, en verdad, residen desde siempre en nuestro cerebro, en su forma que la ciencia, a partir de 1973, llama “endorfinas”, esos opiáceos producidos por nosotros mismos que actúan como analgésicos y euforizantes, tal como ocurre con las drogas naturales o químicas.
El poeta Paul Valèry solía decir que “no hay selva virgen, formación de algas marinas o conglomerado laberíntico celular más rico en ramificaciones que el reino de la mente”. Y la ciencia le dio la razón.
Si hablamos hoy día del lugar donde se asienta la mente, nuestra manera de ser, pocos consideramos otro sitio que el cerebro. Sin embargo, en un momento y otro, numerosas culturas han sostenido otras tantas creencias al respecto. Los melanesios consideraban que los recuerdos se almacenaban en el estomago. Y creían que la laringe era el asiento del intelecto, puesto que estaba en el corazón. Los antiguos egipcios veneraban hasta tal punto el corazón que lo conservaban en un recipiente especial junto a los cadáveres de sus faraones “asegurando” la eternidad de sus almas. El cerebro, sin embargo, era desechado como algo inútil, o, al menos, sin importancia con relación al corazón. En el sarcófago colocaban, a manera de protección, el “Libro de los muertos” (lo que permitió que dicha obra se conozca hasta ahora) como fuente de referencia de encantamientos que impedirían que los demonios robasen el corazón. Según la creencia egipcia, luego, durante el acto del Juicio, el peso del corazón del difunto era cotejado con el peso de la Pluma de la Verdad en la Balanza Sagrada; si el corazón estaba tan abrumado de pecados que su peso excedía al de la pluma, el devorador de los muertos acabaría con ese corazón, cortando toda posibilidad de vida en el otro mundo.
Es evidente que hasta ahora nosotros arrastramos el bagaje de esas creencias ya pasadas, aferrándonos a una vida “cardiocéntrica” de la mente cuando escogemos palabras para expresar nuestros pensamientos más íntimos. Así, por ejemplo, cuando intuimos algo decimos que tenemos una “corazonada”, y agradecemos “de corazón” cuando deseamos expresar la gratitud mas profunda. Por el contrario, el cerebro nunca figura en manera tan conspicua en nuestras declaraciones efectivas: no existe un “club de cerebros solitarios” ni decimos a quien queremos “te llevo en mi cerebro”; es el corazón quien figura en nuestras declaraciones sentimentales. Este rendimiento al corazón entre nosotros arranca de Aristóteles, el filósofo griego, quien predicaba que el corazón prima por sobre la cabeza como centro vital, influyendo sus escritos a partir del siglo IV antes de Jesucristo, por sobre prácticamente todo el pensamiento intelectual durante mas de mil años. Aristóteles había concluido que las especiales contracciones rítmicas del corazón constituían la esencia misma de la vida, mientras que, pensaba, el cerebro podía tocarse y escudriñarse sin que se produjera ninguna respuesta. El sabio concluyó que el cerebro solo servia para refrigerar los gases calientes del organismo, cual si fuese una suerte de radiador. Digamos que hacia 1558, según lo que está escrito, aún a los estudiantes de la Universidad de Padua se les enseñaba el dogma aristotélico de que el corazón no solo era el centro de arterias y venas sino también de los nervios.
Sin embargo, no todos los filósofos griegos compartían el pensamiento de Aristóteles. Casi cien años antes que él, Hipócrates (que vivió entre los años 460 y 377 antes de nosotros) enseñaba que los trastornos mentales eran trastornos del cerebro, demostrando una gran visión que iba de la epilepsia y los ataques de apoplejía, según se creía entonces, cuando, cuando estas enfermedades se las atribuía a castigos del alto del cielo. En las obras de Hipócrates (volumen 2, página 179 de la recopilación de W.H .Jones), se lee: “Los hombres debían saber que del cerebro, y solo de él, surgen nuestros placeres, alegrías, risas y bromas, así como nuestros pesares, dolores, desdichas y lágrimas. Es específicamente por su intermedio que pensamos, vemos, oímos y distinguimos lo feo de lo hermoso, lo malo de lo bueno, lo agradable de lo desagradable... En relación con estos aspectos sostengo que el cerebro es el órgano más poderoso del cuerpo humano, pues cuando está sano es para nosotros intérprete de los fenómenos ocasionados por el aire, así como es el aire el que le inyecta inteligencia. Ojos, oídos, lengua, manos y pies actúan en consonancia con el discernimiento del cerebro”. Digamos que solo esta afirmación bastaría para justificar el que hoy se considere a Hipócrates el primero y más alto medico de la historia conocida. El llamado padre de la medicina pertenecía a la familia de los Asclepiades, que, según la tradición, descendían de Esculapio (el dios griego de las artes médicas, hijo de Apolo). Con Hipócrates comienza la superación de las prácticas supersticiosas en el ámbito médico y se inicia la observación científica natural.
Otro sabio enorme de esa época, Platón (que vivió entre los años 428 y 327 antes de nosotros) estaba de acuerdo con Hipócrates, aunque partiendo de bases no empíricas: creía que la forma aproximadamente esférica del cerebro y la relativa cercanía con los cielos lo convertía en candidato ideal como asiento del raciocinio y el discernimiento, pero ninguno de los enfoques encéfalo céntrico “centrados en el cerebro”, ni el de Platón ni el Hipócrates, podían competir con la visión cardiocéntrica de Aristóteles (a pesar de que este fue discípulo de Platón), que se popularizó de inmediato. Sin embargo, hacia el siglo II de nuestra era cristiana resurgió el interés por el cerebro, cuando se perfila una nueva autoridad en la materia, el médico griego Claudio Galeno, que atendía a los gladiadores.
Pero la imagen del corazón seguía penando: Galeno consideraba que los nervios no eran mas que tubos vacíos que enviaban fluidos y materias gaseosas a los músculos, de manera que estos últimos pudieran expandirse y contraerse como pequeños globos. Si el corazón daba vida “gracias al fluido de la sangre”, razonaba Galeno, “entonces el cerebro debía contener fluidos propios”. Y los descubrió en el fluido cerebroespinal que circula por cámaras del cerebro a las que ahora denominamos ventrículos. Como consecuencia la atención se centro en los ventrículos mas que en el tejido cerebral, error de juicio que habría de demorar el conocimiento de la función del cerebro durante cerca de mil quinientos años. Thomas Willis, un anatomista inglés, comenzó a desarrollar la teoría, en 1664, de que los actos mentales podrían ser resultados de la actividad de la materia cerebral en sí. De entonces parte, propiamente tal, el conocimiento que del cerebro hasta ahora hemos desarrollado. Sin embargo, entre tanto, debió aun pasar un buen tiempo antes de que se aceptara la importancia de la materia gris en nuestro cuerpo.
Digamos que aun en el siglo XIX no se aceptaba la concepción científica sobre la ubicación del cerebro hasta que no apareció el médico francés Paul Broca, que, de acuerdo a nuestra clasificación actual de la medicina, era un neurólogo, pero entonces la neurología no había sido aun definida, ni todavía aceptado el concepto de especialidades médicas. La pasión de Broca era el estudio del hombre, es decir, la antropología: él era lo que en aquel entonces se denominaba “librepensador”. En 1859, a pesar de la resistencia del medio, Broca, sin embargo, había logrado organizar un grupo de intelectuales que analizaban y debatían, con cierta regularidad, una amplia gama de temas científicos, el que pronto había de constituirse en lo que pasó a ser la Sociedad Antropológica de Paris, que seria paladín desde un principio en la historia del pensamiento y la ciencia humana aplicada. Así, cuando en 1859 Charles Darwin publica “El origen de las especies” esta sociedad ofreció de inmediato su público apoyo a la teoría de la evolución. Broca mismo manifestó: “prefiero ser un primate transformado que un hijo degenerado de Adán”. Y el 18 de abril de 1851 presenta un sorprendente informe que marcaría un hito de transición en la historia de las ciencias que estudian el cerebro.
El caso es el que el primer día de ese 1861 Broca había asumido el cargo de cirujano en un hospital cercano a París, llamado Bicetre. El lugar era mas una casa de reposo que un hospital, donde se enviaban (y envían aun hoy) pacientes con enfermedades crónicas, que recibían cuidados durante largos periodos. En Bicetre, entonces, uno de los pacientes que atrajo la atención de Broca era un hombre llamado Leborgne, que había sido internado mas de veinte años antes al perder su capacidad de haba. Broca se mostraba particularmente interesado en estudiar la relación del cerebro con la capacidad del habla, y era uno de los pocos estudiosos de su época que creía que la base del lenguaje se encuentra en el cerebro. Así, su interés en este paciente fue inmediato. A Leborgne los enfermeros lo apodaban “Tan Tan”, por que estas eran las únicas palabras que podía emitir, aun cuando no había parálisis del conducto articulario ni pérdida de la comprensión o la inteligencia. Hacia abril de ese año el estado físico de Leborgne se había deteriorado y su muerte era inminente. Ocurrió el deceso, el día 17, Broca realizó inmediatamente un examen post mortem de su cerebro, y al día siguiente informó públicamente que Leborgne había padecido fundamentalmente el deterioro de una porción del lóbulo frontal del hemisferio izquierdo, y que era esa zona del cerebro la responsable de la expresión por medio del lenguaje. Para 1865 se habían realizado otros exámenes clínicos semejantes y lo bastante coherentes como para ubicar con precisión lo que desde entonces se conoce como zona de Broca, estableciéndose la importancia de dicha área para este tipo de trastorno del lenguaje que el mismo Broca denominó afasia. El descubrimiento tuvo vastísimas proporciones, pues señala el comienzo de la edad moderna en nuestra comprensión de las bases físicas del lenguaje. Como corresponde, el cerebro del propio Broca se encuentra preservado hasta el día de hoy en el laboratorio de antropología del Museo del hombre en Paris.
Hoy, la tecnología de proyección en imágenes del cerebro está a distancia sideral del examen para autopsia que antes era la única alternativa al alcance de los médicos en la época de Broca. A partir de la década de 1980 la posibilidad de obtener imágenes por máquina CatScan del cerebro de seres vivientes, que en cuestión de segundos pueden mostrar las estructuras cerebrales desde cualquier nivel que se desee, entonces era impensable. Nadie imaginaba la posibilidad de cientos de radiografías tomadas desde distintas direcciones alrededor de la cabeza para ser analizadas por computadoras, y haciendo surgir una imagen perfecta del cerebro. Es cierto que aun al paciente se le aplica una inyección intravenosa de una sustancia inocua con un color que resalte, pero en todo otro sentido la imagen computarizada se obtiene sin interferir físicamente en modo alguno con la materia cerebral. Pero, en una tecnología similar denominada MRI (imagen de resonancia magnética), que emplea una combinación del campo magnético y energía de radio-onda, incluso es innecesaria la inyección de una tintura. La calidad de las imágenes MRI es asombrosa. Ya no es necesario correr los riesgos de una neurocirugía exploratoria para localizar tumores cerebrales y otros trastornos neurológicos. En todo caso, es necesario advertir que la tecnología de imágenes por CatScan es la que ha servido finalmente para confirmar las conclusiones anatómicas especificas a las que Broca solo pudo llegar mediante la inspección visual que le permitió la autopsia: en 1984, Jean-Louis Signoret del hospital Salpetriere de París realizó el primer CatScan del cerebro preservado de Leborgne que Broca había estudiado en 1861: las conclusiones visuales de Broca habían sido perfectas.
Hoy, la organización evolutiva del cerebro humano es una afirmación que nadie niega. Es que si la ciencia de la función cerebral puede interpretarse como un trayecto histórico de ideas que se remontan a las antiguas concepciones de lo que constituye la mente o el alma, entonces el cerebro mismo puede verse como resultado de algún tipo de trayecto propio. El cerebro humano es, por cierto, producto de una trayectoria evolutiva que se inicia con las exigencias de un ambiente cambiante y, por lo general, hostil. Si deseamos comprobar nuestra herencia evolutiva y tratar de entender como hemos progresado hasta el punto en que nos hallamos hoy, basta con observar nuestro cerebro; el pasado integrado yace allí. Y, a partir del descubrimiento de los “angelitos” en su denominación de endorfinas, se dice, también está allí, en nuestra materia gris, todo un futuro mas que promisorio.
El autor argentino Jorge Luís Borges solía decir que el dolor físico hace olvidar cualquier dolor que podamos tener en el alma. El norteamericano C. S. Lewis escribió (en “El problema del dolor”): “Cuando pienso en el dolor, en la ansiedad que carcome como el fuego y la soledad que se extiende como un desierto, y la desgarradora rutina de la monótona desdicha, o, nuevamente, en los sordos dolores que ennegrecen todo nuestro panorama a los repentinos y nauseabundos que extinguen el corazón de un hombre de un solo golpe... se “sobrecoge mi espíritu”. Si conociera alguna manera de escapar me arrastraría por las alcantarillas para encontrarla. Pero ¿de qué vale contar de mis sentimientos? Ustedes ya los conocen, son los mismos que en ustedes... el dolor duele. Eso es lo que significa la palabra”. El fisiólogo Ronald Melzack (en “El puzzle del dolor”) afirma que “todo aquel que haya sufrido dolores prolongados y fuertes llega a considerarlos como una maléfica afición que lo castiga”. Es cierto que el dolor inexplicable es una maldición, la peor que pueda concebirse, tal cual un sinónimo del infierno. No es de extrañar, entonces, que a través de toda la historia aun aquellos que han alcanzado el mínimo de eficacia aplacando el dolor de otros hayan adquirido una enorme dimensión heroica. Chamanes, sumos sacerdotes, curadores por la fe, mesmeristas, el sabio de la tribu, sanadores... no es difícil afirmar que todos ellos fueron primero que nada aplacadores de dolor. Así mismo, cuando la morfina estuvo al alcance de la ciencia médica a medidas del siglo XIX, los pacientes sintieron que finalmente el facultativo les brinda alivio casi instantáneo a su dolor crónico. Hasta ese momento, el ambiente natural era la única fuente de drogas para aplacar el dolor, pero nunca en manera tan radical como los opiáceos, de aquí el éxito fenomenal de la sustancia.
En Norteamérica, específicamente, cuando los pioneros emprendieron la marcha hacia el oeste, se encontraron con que los naturales trataban el dolor y la fiebre masticando corteza de sauce: un remedio que había sido popular en Europa ya en el siglo IV antes de Jesucristo. Ocurre que la corteza de sauce da una sustancia analgésica denominada ácido salicílico, nombre que deriva de Salix, nombre botánico del sauce, no obstante los efectos benéficos del ácido salicílico estaban limitados por que no todos los sistemas digestivos podían incorporarlo fácilmente. Solo en 1898 los efectos secundarios se reducían sin disminuir su efecto terapéutico: buscando para la nueva sustancia un nombre más fácil de pronunciar, recordaron que el ácido salicílico también provenía de las plantas de Spirea, inventándose el nombre con que ha llegado hasta nosotros: aspirina, del alemán Acetylirte Spiraure. Aunque, médicamente, la aspirina nunca ha estado cerca de tener el poder analgésico de los opiáceos, al meno, no produce adicción.
El caso es que hasta la década de 1970 la razón de la eficacia de los opiáceos seguía siendo en gran medida un misterio, hasta que en 1973 se descubre que nuestro sistema nervioso central tiene esta capacidad para producir sus propias sustancias naturales, estos “angelitos” o endorfinas, con propiedades analgésicas idénticas a las de los opiáceos originados en forma natural a partir de la amapola o sintéticamente en laboratorios químicos. Aquí estaba por fin la razón de la potencia de estas drogas: simplemente sustituían a sustancias químicas que ya están en el organismo.
La pregunta, entonces, fue ¿por qué existe en nuestro organismo semejante sistema? Restando conjeturas que se barajan hasta ahora, se ha tomado conciencia de que, en el espectro de la experiencia humana, ninguna sensación es tan primitiva ni ninguna puede experimentarse tan profundamente como el dolor (experiencia que se repite en todos los seres vivos, así como, ahora se sabe, se repite la existencia de endorfinas en los sistemas nerviosos de cada especie vertebrada). En la entera gama de conductas animales, ninguna es tan esencial para la supervivencia como la de evitar el dolor. Y hoy está claro que estos “angelitos” que traemos desde el nacimiento con nosotros, son la ventana abierta hacia nuestro pasado evolutivo, y, aun cuando está todavía en pañales su uso, ahora sabemos que en nosotros mismos está el remedio al dolor. Para los científicos este paso es francamente espectacular. Huda Akil, en entrevista para el programa de televisión “Nova” en 1979, declaraba: “creo que muy rara vez tiene un científico el privilegio de contemplar el nacimiento de una nueva era... en su campo era como esperar que saliera el sol, y repentinamente así ocurre. Era la sensación. Sabíamos que las endorfinas estaban allí. Sabíamos que era importante, pero nadie llegaba a apresarlo, y entonces, de pronto, lo teníamos ahí en la falda, y recuerdo haber pensando: nunca voy a olvidar estos días, porque tal vez nunca vuelva a vivir nada así.”
Nunca, en verdad, nuestra humanidad volverá a vivir nada igual, simplemente, porque cada momento es irrepetible. Este, en especial, es particularmente único porque se trata, ni más ni menos, que de solucionar el pesar mayor del cuerpo: el dolor. Aunque haber desarrollado cierto grado de analgesia en momentos de estrés, por ejemplo, representa una poderosa ventaja evolutiva para una especie, cualquier especie. Y en un sentido importante, nosotros, como seres humanos, seguimos funcionando con un tipo similar de analgesia durante periodos determinados de nuestras vidas. Hay incontables historias, la mayoría bien documentadas, de soldados que olvidan el dolor de sus heridas en el fragor del combate. Los atletas a veces solo toman conciencia de una lesión una vez superada la tensión del juego. Hay también casos de situaciones indoloras en medio de la tensión del ritual religioso o los primitivos ritos de iniciación. Estos claros ejemplos nos llevan a la fundamental relación biológica entre el estado de tensión humana y la analgesia. Ahora bien, es evidente que una emoción como el miedo puede, en las circunstancias adecuadas, desencadenar la activación del sistema de endorfinas que inhiben el proceso del dolor y cualquiera de las conductas asociadas con ese dolor. En otras palabras, ahora se sabe, las endorfinas aseguran primero la supervivencia y luego la recuperación. Las zonas del cerebro implicadas en la liberación de endorfinas para producir analgesia durante las situaciones de stress por el dolor se cuentan entre las regiones más primitivas de nuestro cerebro. Se trata de partes del cerebro (las estructuras del mesencéfalo y encéfalo) cuyo desarrollo se remonta a días muy antiguos en la evolución de los invertebrados, hace mas de 200 millones de años: de acuerdo con la actual teoría de la evolución la era de los mamíferos se inició hace unos 65 millones de años, cuando concluyó abruptamente el predominio de los dinosaurios, los reptiles gigantes del ambiente natural. Tal vez los mamíferos hayan comenzado a tener ascendentes por ese entonces, aunque su desarrollo evolutivo podría rastrearse en un periodo muy exterior, pero no se sabe exactamente cuándo, por lo que se habla de “hace mas de 200 millones de años”.
¿Cómo era la conducta de esas criaturas extintas? Es probable que, como en el caso de los lagartos estudiados por P.D. Maclean, los aspectos mas destacados de su conducta se orientarían al establecimiento de un territorio posible de ser definido, un espacio ambiental para asegurarle la obtención de comida, y para aparearse y gestar. Puede conjeturase que este incentivo impulso hacia la territorialidad haya sido apoyado por un sistema de endorfinas orientado hacia el control del dolor. El mecanismo de condicionamiento permitiría al animal asociar un estímulo doloroso con el medio en que se da ese estímulo. De esta forma simple de aprendizaje podría generarse una representación del mundo caracterizada por la dicotomía: el mundo sería visualizado en función de dos territorios básicos, como lugar seguro, o como sitio lleno de peligros donde acecha la muerte potencial. De aquí un paso hasta las llamadas “fuerzas de flaqueza” que sacamos los seres humanos en momentos cumbres, y que no serían otra cosa que los “angelitos” actuando.
Las conductas asociadas con el funcionamiento de un cerebro protoreptiliano pueden parecernos extremadamente primitivas, pero la verdad es que un repertorio limitado de respuestas permitió a un grupo de especies sobrevivir durante un periodo asombrosamente prolongado de la historia de nuestra evolución. El control sobre el dolor, tal como se logra mediante el funcionamiento de las endorfinas, puede haber representado tan solo un breve paso en una historia progresiva de control sobre las fuerzas ambientales, mas fue suficiente para un animal protorreptiliano que trataba de sobrevivir. Si el punto crucial de la evolución cerebral, tal como lo implica el concepto de cerebro triádico de Maclean, es un proceso de tres etapas para obtener control sobre el propio medio, entonces puede conjeturase que las endorfinas contribuyeron a la consecuencia de la primera etapa proveyendo los medios bioquímicos para el control del dolor. En todo caso, de acuerdo a un factor estresante en relación al dolor, y como dijera Arthur Schopenhauer, “lo importante no es lo que sucedió a un hombre, sino lo que el crea que le sucedió”.
Aquí viene al caso señalar el papel que juegan las endorfinas en cuanto al mal de la depresión en las personas y su solución. Digamos que la llave que abre la cerradura que comunica con los angelitos que viven en nuestro cerebro, es la oración. Digamos que las endorfinas se despiertan y actúan solo con pedírselos. Los ángeles endorfineos están sólo para el servicio del hombre y su misión específica es la de sanadores del dolor físico, y actúan, primero, adormeciendo el sitio dañado. A nivel del alma, el hombre se hace mas fuerte cuando su mente domina su cuerpo. Las primeras sugerencias de que las endorfinas desempeñan un papel en la depresión y otras enfermedades del alma, las explicó el psiquiatra alemán Emil Kraepelin, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Fue el pionero en tratar con opio a los pacientes aquejados de melancolía. Evidentemente Kraepelin era sensible a la dependencia que causa la droga, creando las medidas ideales que otorga la dosis en ligero aumento y posterior disminución que hoy se utilizan aún, mientras no se domina terapéuticamente a los angelitos.
En especial, las sugerencias pioneras sobre la actuación en el cerebro de ciertos venenos detectados se remontan al siglo IV antes de nosotros, cuando en sus escritos Hipócrates se refiere a la depresión que suele atacar “a tantos con tal frecuencia”, y que atribuye a “una mala fusión de algo en ese Algo que guardamos”. El emperador romano Tiberio y Luís XI de Francia son depresivos famosos, y en épocas más cercanas, Abraham Lincoln se refería a este mal que lo aquejaba: “Si lo que siento yo se distribuyera por partes iguales a toda la familia humana, no habría un solo rostro alegre sobre la tierra”. Winston Churchill solía referirse a sus “perros rabiosos de depresión”. La sensación de impotencia y desesperanza, junto con las perturbaciones de sueños y el apetito que constituyen los síntomas de la depresión, llegaron a configurar un fenómeno devastador en la primera mitad del siglo XX, época hasta la que el remedio farmacológico habitual era el alcohol, que actúa como remedio temporal, pero se trata de un depresor cerebral, que causa otro problema del qué preocuparse: la adicción.
Una clínica siquiátrica nunca es un lugar encantador, pero en la década de 1950 el aire que en ellas reinaba era apocalíptico. A la depresión de las grandes guerras mundiales se había sumado un aumento esquizofrénico en proporciones críticas: personas que combinan agitación, desorientación, delirio y, con frecuencia, alucinaciones. Hasta entonces su tratamiento incluía barbitúricos en fuertes dosis y una amplia variedad de intervenciones quirúrgicas que incluían la lobotomía. Cualquiera de estos tratamientos dejaba al paciente apático y sedado de manera anormal. Sólo en 1952 y a instancias de la universidad de Colombia y el hospital estatal de Nueva Jersey, se desechó la práctica de lobotomía, “porque cualquier argumento científico en su favor es insolente”. A la vez, la población psiquiátrica hospitalizada para 1955 había ascendido a 560.000 en Estados Unidos, o sea, aproximadamente el 50 por ciento de todas las personas internadas por cualquier razón. Era evidente que pronto el número de lechos destinados a pacientes psiquiátricos pronto superaría el de los destinados a pacientes con cualquier otro trastorno físico. En Europa y el resto de América la situación era similar. Sin embargo, en lo particular en Estados Unidos, según las cifras de C. Kornetsky, hacia 1956 dichas cifras comenzaron a modificarse notablemente, y para 1971 su número había bajado a 330.000. La razón principal del cambio se debió a la introducción de drogas psiquiátricas para el tratamiento de las enfermedades mentales, en especial esquizofrenia, depresión y manías. En 1976, el farmacólogo Conan Kornetsky se refirió a los efectos de esta revolución en la salud mental que hizo explotar el buen uso de las drogas naturales: “actualmente, es raro ver en las clínicas psiquiátricas ese tipo de conducta sicótica desaforada que era tan común hace solo dos décadas. Ya no están mas entre nosotros las Martas Washington y los Napoleones. También han desaparecido los chalecos de fuerza, la hidroterapia y las salas con paredes acolchadas, y rara vez nos sobrecoge el olor a excrementos humanos mientras deambulamos por los corredores de una clínica para enfermos mentales”.
Si la década de 1950 fue conocida como la “era de la ansiedad”, entonces, no es de extrañar que dicho periodo fuese también caracterizado por un desmedido uso de tranquilizantes, que marcaría la pauta común del resto del siglo cuando pasaron a ser llamados ansiolíticos. El primero de ellos fue el meprobamato, sintetizado en 1951 como relajante muscular que ya en uso se tomó conciencia de sus efectos sobre la ansiedad, que hasta entonces solo había sido tratado con barbitúricos para sedar a los pacientes. Hoy el meprobamato sigue recetándose pero para combatir el insomnio, aunque en general he sido reemplazado por las benzodiazepinas. De ellas las mas conocidas llegaron a ser el clordiazepoxido y el diazepan, los famosos Librium y Valium, que llegaron a recetarse en forma espectacular adquiriendo su difusión amplias proporciones: hasta la década de 1980 se recetaba mas de 100 millones por año en todo el mundo, estimándose que entre el 10 y el 2 por ciento de todos los adultos de la época consumían ansiolíticos con regularidad. Hasta 1981, el Valium era el medicamento por receta mas vendidos en la historia moderna, antibióticos incluidos. En 1985 el Valium fue aprobado para comercialización en su forma genérica de diazepan, que se difundió enormemente: por ejemplo, en América del sur se expendía sin receta medica, con venta libre hasta 1995, cuando en Chile se prohíbe su expendio sin orden facultativa. Enrique del Valle, investigador médico de la Universidad de Chile, dice: “la base química para los ansiolíticos como los citados, ha sido enfocada en un neurotransmisor denominado ácido gama aminobutírico (GABA), uno de los receptores específicos, por ejemplo, del diazepan, apodados “receptores de valium” por la prensa. Evidentemente, la potencia de una de estas drogas para aliviar la ansiedad u otro mal está relacionado con la capacidad de dicho fármaco para entrar en esos asientos receptores específicos del cerebro, las endorfinas. Es decir, si nuestro cerebro posee estas endorfinas o asientos, debe también poseer la facultad de generar un producto que actúa como tranquilizante natural, como cura inmediata y perfecta. Hasta ahora hemos logrado aislar sustancias naturales asociadas con estos receptores, pero su efecto es mas inducir que aliviar la ansiedad, por ejemplo. Si bien puede ser decepcionante que no tengamos, o no se haya descubierto aun, un tranquilizante natural del cerebro, una manera de comunicarnos con los receptores y ordenarles tal o cual cosa, desde el momento que están allí para servirnos, en el contexto de la evolución tiene sentido que un producto natural al cerebro, producido por el cerebro mismo en momento especial, sea causante de ansiedad en las personas; por supuesto, probablemente no estaríamos aquí si nuestros mayores no hubieran sido algo ansiosos, pero en exceso se torna en un mal. Indudablemente, se ha dado un paso importante en este campo con el descubrimiento de estas sustancias llamadas péptidos cerebrales, algunas de los cuales son estos propios opiáceos internos, que vamos conociendo mientras se avanza en este territorio abierto en la investigación neurocientífica, y que en Europa se compara con el descubrimiento de América. El desafío planteado siempre es de gran magnitud”.
Plantea el doctor Del Valle que hacia fines de la década de 1970, el campo de estudio de las neurociencias tenía una antigüedad de casi una década, y se les había unido una entidad ligeramente nueva: la investigación de las endorfinas, estas sustancias químicas del cerebro, que podían actuar como la morfina para aplacar el dolor: “Se produjo cierto grado de caos bioquímico, porque comenzaron a descubrirse varios péptidos con propiedades opiáceas, como los dos identificados por Roger Guillemin en el Instituto Salk de California: uno con dieciséis aminoácidos y otro con diecisiete. Hacia 1982, sin embargo, surgió cierto grado de orden. Identificándose, inicialmente, tres familias de opioides (o sea, que causa efectos similares al opio y sus sucedáneos) distribuidas en tres vías anatómicas separadas en el cerebro: esto fue la base, que había tres sistemas de endorfinas, que había tres ángeles “mayores”, por decir así, dispuestos a actuar en la medida de nuestras necesidades, sistemas que interactuaban pero que podían distinguirse entre si.” Dice el investigador que si hay un hilo central en la historia de la endorfina desde los días de su descubrimiento, está en la relación existente entre la función de las endorfinas y nuestro concepto del stress: “Intuitivamente, por ejemplo, se asoció el alivio del dolor y la sensación de euforia con el stress producido por la lucha por la supervivencia. Hoy esto está plenamente establecido. Nadie duda que los sistemas glandulares y nerviosos funcionan de modo conjunto. El estudio del stress ha sido un factor clave para entender todo lo que hacen las endorfinas por nosotros en nuestra condición de seres humanos, así como por todas las variedades de especies vertebradas en las que actúan estas sustancias tan maravillosas como llenas de misterio”.
Nadie puede prever de qué manera terminará el descubrimiento de los angelitos que tenemos en el cerebro, ni siquiera se sospecha qué rutas seguirán, pues la historia está en sus comienzos. En la presente etapa podrían seguir cualquier ruta, las endorfinas podrían significar el vehículo para llegar a cualquier cosa. Para la ciencia del futuro es como si el siglo XX le legara la posibilidad de una segunda creación, más perfecta si es posible. Y, así vistas, las endorfinas son la materialización química natural al hombre que se emparienta con el motor del Fausto, que constituye el origen del progreso humano. Un científico de esta ola visionaria, C.P. Snow, escribió en 1943: “Mi propio triunfo, delito u éxito eran reales, pero parecían insignificantes por comparación con este tranquilo éxtasis. Es como si hubiera buscando una verdad fuera de mí mismo, y hallarla se hubiera convertido, por un momento, en parte de la verdad que buscaba, como si todo el mundo, los átomos y las estrellas, fuesen poderosamente claros y cercanos a mí, y yo a ellos, de modo que éramos parte de una lucidez más tremenda que cualquier misterio que existiera... Desde entonces no lo he podido recuperar del todo. Pero conmigo perdurará en efecto mientras viva; en cierta época, de joven, solía mofarme de los místicos que han descrito la experiencia de sentirse unidos a Dios y ser parte de la unidad de las cosas. Después de esa tarde de laboratorio, ya no quise reírme mas: porque, aunque hubiera interpretado la experiencia de manera diferente, creí saber a que se referían”.
Esencialmente, hay algo en común entre el proceso de descubrimiento científico y la experiencia creadora en otras empresas humanas, como el arte. Un hilo conectivo que el psicólogo Jerome Bruner denominara fenómeno de “sorpresa efectiva”: en su libro “La expresión de la creatividad”, publicado en Nueva York en 1979, dice: “El tema de la sorpresa puede ser tan variado como las empresas en las que participan hombres... Nada puede importarme menos que la intención de la persona, el hecho de que intentara o no crear algo. El camino de la banalidad esta sembrado de intenciones creativas... Es lo imprevisto lo que nos maravilla o asombra. Lo curioso acerca de la sorpresa efectiva es que no tiene por que ser insólita, infrecuente o extraña, y a menudo no es nada de eso. Las sorpresas efectivas mas bien parecen tener la cualidad de lo obvio cuando se dan, produciendo un shock de reconocimiento tras el cual ya no hay mas asombro”.
El psicólogo Mihaly Czikszentmihalyi (en “Perspectivas de la Sicología y la Medicina”, 1985, páginas 489-497) llama al descubrimiento de los “angelitos” en el cerebro como parte de la “experiencia del fluir”. Ha señalado, en su análisis del fenómeno, que es durante estos momentos cuando se da, por el proceso de descubrimiento-creación, también una perdida temporal del yo. Hay intervalos en que “parecemos ignorar las necesidades de nuestro cuerpo; podemos estar sin dormir, sin comer, sin beber, al vernos llevados por una euforia interna que a veces quisiéramos no terminara nunca. Se trata de una suerte de Paraíso de nuestra propia creación interior, y descubrimos entonces que el tiempo parece detenerse. Un compositor lo expresó de esta manera: “Uno mismo está en estado de éxtasis, hasta tal punto que se siente casi como si no existiera. Yo lo he experimentado una y otra vez. Mi mano parece separada de mi cuerpo, y yo no tengo nada que ver con todo lo que está sucediendo. Simplemente, estoy sentado allí, en estado de maravilla y asombro. Y todo, naturalmente, fluye por sí mismo”.
Es cierto que estos momentos sublimes de creación son afines a todas las prácticas del genio vivo humano. Un jugador de ajedrez decía: “el tiempo pasa cien veces más rápido. En este sentido se asemeja al estado del sueño. Al parecer, toda una historia puede desarrollarse en el curso de segundos”. Por sobre todo, en esta etapa del descubrimiento de los “angelitos” endorfineos en nosotros mismos, o sea, la posibilidad de aplacar el dolor físico y del alma por obra y gracia de nuestro propio cuerpo, es cuando se despierta el ingrediente esencial de esta experiencia del fluir, que no parece necesitar metas o recompensas externas. La pasión por hacer lo que uno siente que debe hacerse supera la expectativa de éxito material, porque, en efecto, una montaña se sube porque está allí, un pintor pinta, un escritor escribe, un científico trata de abrir una puerta en el cerebro porque está allí; es así de simple. “Las profesiones bien servidas como solución a los problemas del mundo”, al decir de Gabriela Mistral. En palabras de Czikszentmihalyi, “los alpinistas no suben a la montaña para llegar a la cima sino que llegan a la cima para poder subir, los jugadores de ajedrez no juegan para ganar sino que tratan de ganar para poder jugar”.
Es fácil cometer el error de imaginar al típico “maniático por el trabajo” en una vida de tormento y esclavitud, pero quienes no saben tampoco conocen los poderosos mecanismos de recompensa que funcionan. La similitud con el proceso de adicción a las drogas, cuando se realiza una tarea que nos absorbe, hoy se sabe, es debido a que estamos enfrentados al funcionamiento de las endorfinas en el cerebro. Así como en 1980 Avram Goldstein demostró que las vibraciones provocadas por la música estaban ligadas por un proceso de endorfinas, del mismo modo hay un proceso de asociación con este tipo de vibraciones en cualquier actividad intensa y observante que nos permite adquirir un sentido de trascendencia personal, que se confunde con una realidad mas allá de las fronteras normales de la individualidad. El trabajo nuestro de cada día encierra algo mas que un proceso de adicción, en que la sensación placentera produce un grado significativo de dependencia y es, por cierto, formadora de hábito. Cuando concluye el fluir, se tiene también la sensación de aterrizar con estrépito. Así, de acuerdo a una antigua tradición, Alejandro Magno lloró al final de sus conquistas porque sintió que no había mas mundo por conquistar. No es infrecuente sumirse en variados niveles de depresión tras un periodo de stress, aun cuando los propios objetivos se hayan cumplido. Hay incontables ejemplos de este fenómeno en la vida de figuras públicas. Por ejemplo, Edwin “Buzz” Aldrin, astronauta que participó en la histórica misión Apolo 11 en 1969, durante la cual se convirtió en el segundo hombre que pisó la Luna, comenzó a acusar graves síntomas de depresión a menos de un año de su regreso, fenómeno que siguió repitiéndose con frecuencia entre los astronautas que regresaban a la tierra luego de sus viajes: solo a partir de la manipulación de las endorfinas se les trata con eficacia, sin que hasta la década de 1970 se supiera qué hacer para ayudarles. Si bien, este puede ser considerado un ejemplo atípico, no obstante es evidente que el triunfo en la vida a veces puede ser seguido de una crisis emocional. La ruptura de esa experiencia del fluir natural con frecuencia puede producir una sensación similar a la que sufre quien es apartado de la influencia de una droga. En un estudio realizado por Czikszentmihalyi en 1975, enfoca las experiencias de cirujanos como individuos para quienes el ejercicio de su profesión está hermanado con este intenso fluir de la experiencia: “Un cirujano mencionó que operar era como tomar narcóticos; otro que era “como tomar heroína”. Un veterano profesional describió una vacación en México, la primera que él y su esposa se habían tomado en varios años. Tras dos días de recorrer los lugares panorámicos, se sintió tan inquieto que se presentó como voluntario a una clínica local y se pasó el resto de las vacaciones trabajando... Otro me confesó que el peor momento de stress por el que pasa es cuando va de vacaciones con su familia a las Bahamas...”
El caso es que desde mucho antes de que descubriéramos esta u otra droga, normalmente nuestro cuerpo está regido por un sistema exquisitamente modulado de controles y equilibrios bioquímicos. Ahora sabemos que las endorfinas del cerebro, nuestros “angelitos” propios, nos han protegido de la neuronas que, liberadas a su antojo, por la experiencia de la vida, nos hubieran podido llenar de terror y ansiedad, cortando la evolución de nuestra especie como seres en esencia crecientes. Es confortante saber que en nuestro propio cerebro residen estos angelitos que, hasta ahora por si solos, han cumplido toda una serie de servicios vitales para nuestro organismo y nuestra conducta. Cada vez mas conoceremos los servicios que nos prestan, que, por ahora, se limitan a cierta medida de control sobre el dolor, sobre los terrores de la soledad y sobre la ansiedad que provoca la incertidumbre. Por supuesto que también nos aporta un desafío peculiarmente humano: el placer de crear algo nuevo a partir de algo que ya estaba desde antes en nosotros. En este aspecto, el descubrimiento de los angelitos endorfineos son un perfecto tributo para el verdadero proceso interno que ha hecho posible que los seres humanos sea la especie dominante sobre la tierra. Porque la historia de las endorfinas que está solo en sus comienzos, su comprensión de las verdaderas dimensiones que alcanzan en la química cerebral, nos ayudará a iluminar la propia condición humana. Hay, por supuesto, además, otro aspecto beneficioso que actualiza lo que hace mas de un siglo escribió Claude Bernard (citado por Cousins en “Opciones humanas”): “Estoy convencido de que llegará el día en que fisiólogos, poetas y filósofos hablarán todos el mismo idioma”. Un candidato ideal para este idioma universal es el lenguaje de las endorfinas, que hermana a los hombres hasta niveles insospechados. Porque, lo más posible es que los angelitos que llevamos en el cerebro nos permitirán avanzar hacia un plano común de comunicación. El artesano, el médico, el artista, separados en el plano de la comunicación verbal así como en un nivel más primitivo de territorialidad con respecto a sus trabajos, podrán algún día unirse en una apreciación mutua del sustrato emocional que insufla vida en su quehacer. Cuando entendamos este vínculo común que todos compartimos en esta vida nuestra de cada día ha de surgir un nuevo diálogo. Porque no sólo somos reactores de un mundo biológico, sino también creadores en potencia de nuevos mundos. Estos angelitos endorfineos enlazan dos realidades entretejidas: un ayer biológico creador y un mañana biológico creador, en que hemos de llegar al sitio donde comenzamos, lo conoceremos por primera vez y podremos seguir explorando, pero, ahora, mejor equipados: en comunicación estrecha con los angelitos, que, se ha dicho tanto, están nada mas que para ayudarnos.


DE LA COMUNICACIÓN CON LOS ANGELITOS ENDORFINEOS


El que maneja potencias poderosas, siempre está expuesto a ser víctima de las mismas. En lo personal, al hacer este texto, invoco al Orden Natural, pidiendo amparo para no transponer los límites de mis derechos como investigador en la frontera de los enigmas secretos. Es que, las letras, las palabras escritas y los puntos, el goteo de mi ser, es la única realidad, ahora, de mi existencia. Recorro cada línea como escalando una pendiente, pero sé que si dejo de hacerlo me disolvería en el aire, perdería mi contextura y raciocinio. Seria como el aire volcado al aire. Seria la Nada. Las letras son mi ancla, un techo protector, la residencia única en que mis raíces están tomadas, sin otra protección posible. Sin mis letras todo estaría perdido. Invoco, entonces, por la pura gracia de ser conciente.
Todo desarrollo debe ser consciente. De otra manera la conciencia se va paulatinamente degradando, al enviarle órdenes que desdicen las anteriores, enviadas por impulsos repentinos. Hay que fijarse una meta. Se aconseja no fijarse solo en lo externo, no perder de vista la propia esencia, porque suicidamos nuestro espíritu que es lo perdurable. El hombre ordinario se estrella contra las apariencias, se pierde en el barniz de las cosas. Sépase que, en verdad, todas las soluciones están en nosotros, nacemos con ellas en forma de transmisores en nuestro cerebro: dan todas las órdenes que nosotros pensamos, y si aprendemos a darles libertad de acción, mejoran todas las cosas. Los angelitos compendian en nuestro propio cuerpo una alta enseñanza que se pierde en la noche de nuestra creación y portan la energía capaz de ser transmitida a otros buscadores sinceros, aunque están allí para todos porque nadie carece de la capacidad de usarlos, dado el caso que todos vinimos con ellos en nosotros desde el nacimiento.
Podemos elegir la naturaleza de la mano derecha o la naturaleza de la mano izquierda, que para ambas estamos capacitados. El camino derecho es suprimir conscientemente muchos deseos, trasladando esa fuerza, transmutada, hacia objetivos superiores. Requiere muchos estudios esta fuerza para ser utilizada, y generalmente se avocan a ella los hombres sin hijos, los sacerdotes católicos, por ejemplo, pero, en verdad, requiere un enorme grado de desprendimiento, porque, al no ser de nadie, pertenecen al mundo y se deben a él. Cuando se dice “pertenecen al mundo”, se dice que han elegido el servicio a todas las personas, sin excepción. Durante todos los tiempos han existido hombres y mujeres que han elegido este camino, pero nunca han sido muchos, porque muy pocos son capaces de esa alquimia directa para controlar la pasión, transmutarla y sublimarla. Tomar la senda de la mano izquierda, exhortado siempre por un genuino deseo de liberación; entrar en el universo de las sombras para iluminarlo, en cambio, es despreciar el riesgo que supone jugar con las pasiones y utilizarlas como medio de trascendencia, trabajar interiormente sobre si mismo, sin renunciar a la vida mundana, para un día conquistarse a si mismo (que, en verdad, la mayor victoria siempre es la que se obtiene sobre uno mismo). Este camino, para que no sea un pretexto, requiere una actitud mental muy especial, pues el practicante debe ser el mismo en la derrota y en la victoria, en la ganancia y en la pérdida, en el amor y en el desamor, en el triunfo y el fracaso. Es el héroe dispuesto a morir en cualquier instante y a renacer al momento siguiente; tiene que adiestrarse en la resistencia interior y hacer de su mente un cristal tan limpio que no se colorea. Es la suya la carrera contra la corriente y si se deja arrollar por la corriente que se esfuerza en remontar, estará perdido. En uno y otro caso, quien no está suficientemente preparado debe seguir normas preestablecidas, unas leyes preescritas, unos ritos a su medida, que son indicadores en el camino de la clara conciencia despierta en el cerebro cuando se trabaja para recorrerlo, y se utiliza para transformar el miedo en valor, la pasión es desapego, la oscuridad en luz. Los ángeles, en verdad, están dentro de uno mismo y por eso el corazón es el mejor santuario. También es verdad que los ángeles están fuera de uno mismo, porque cada uno, en su individualidad humana, tiene su propio ángel guardián, o huestes de ellos, si así les es requerido (como tratamos aparte) porque, estén donde estén, su función es servir al hombre, no solo como colaborador espiritual, sino como guía de muchas potencias que mediante su ayuda psicológica (en el caso de los endorfineos) cambien de negativas en positivas.
Se entiende que todos los elementos mágico-místicos de los que puede servirse una persona, las ceremonias iniciativas, las visualizaciones y los ritos diversos, son meros auxiliares de Transformación de energías y persecución de la realidad. Cada persona, según su naturaleza y grado de evolución, puede servirse de unos u otros auxiliares, pero sin olvidar que la barca es solo un vehículo para trascender de una orilla (la de la ignorancia) a la otra orilla (la del conocimiento), pero, de ninguna manera una barca es otra cosa que un medio de transporte.
La motivación máxima de los angelitos del cerebro, su foco y fuego de aspiración, es el amor a la Madre Divina que es el océano que todo lo penetra y cuyo juego cósmico son las incesantes olas de su seno, oleaje continuado que se refleja prácticamente en nuestra mente ordinaria de general asolada por torbellinos de pensamientos que van y vienen. El juego de la Gran Madre, cuyo sonido y luz todo lo abarca, no puede ser descifrado por la mente ordinaria (y de hecho todas las mentes lo son excepto Dios que es la mente mas uno); no puede ser descifrado porque la parte no puede concebir el Todo, pero si reflejar y experimentar ese todo. Así, quien busca ríndase en los brazos de la Madre, la Inmensa, la Serenísima, la Compasiva y la Destructora, la Reina de todos los universos, la que sobrepasa el tiempo, la gran jugadora del cosmos, la que porta la piedra preciosa de la sabiduría, la Zafírica, la Otorgadora, la Gracia de la Energía. Con ella se identifica a la mujer que domina al hombre con la calma. Ella es la Reina del Medio Día, la Dama Blanca, la Gran Amante, aquella que, alógica, es alcanzable por la emoción pero no por el pensamiento ordinario. No tiene límite en ninguna dirección; es la energía y los efectos de la energía, es la columna vertebral del universo, el axial de todos los extensos puntos siderales y a la vez el punto mismo de donde surge y se reabsorbe toda la creación, el eje de lo creado, la que se desliza por los inmensos océanos de todos los pensamientos y se refleja en todos los sonidos, baila en toda palabra, vibra en todo átomo, danza en toda mente, fluye en toda arteria. Ella parte creando todo el cosmos desde su fecundidad, haciendo todas las vidas. Ella fluye espontáneamente, imprevisible, impenetrable. Y quien busca se abandona a ella, la vive en sus formas y manifestaciones, pero siempre alerta la conciencia, o se extraviará sin duda en esa inmensa informidad sobrecogedora de la Madre. La devoción se convierte en gozo y en liberación. A través del gozo mundano el buscador se agarra a la mano de la Madre y se aproxima, por inclinación al gozo supramundano. Quien busca no pierde de vista que el Ser hace posible su manifestación a través de la Madre y que el mismo es gracias a la Madre Universal, la Ondulada Bienaventuranza, la sustancia primordial-naturaleza-materia que se expande y se expande, formando el océano sin limites de la energía. Ella es la comedora del tiempo y el espacio, la gran mujer cósmica que en cada poro de su piel tiene un micro-universo. Ella es la endorfinea primigenia, la reina angelical que no se deja implicar ni mucho menos confundir con ese despliegue descomunal y soberbio de imágenes sobre imágenes, mundos sobre mundos, proyecciones sobre proyecciones. Entonces, una manera de penetrar esos mundos del cerebro en que viven los angelitos endorfineos, los servidores de Ella, una manera de penetrar ese universo de infinitas luces y sombras que llevamos en la cabeza, es poniéndonos en los brazos de la Gran Madre y la consideración de Ella en toda forma.
Ya dijimos que unos pocos hombres (los que han realizado su santidad) ven a todas las mujeres del mundo como sus madres y hermanas, y a través de este difícil camino solitario, tocan a las puertas que cuidan los angelitos endorfineos, y estos les abren. Hay otros, los mas, que las ven como compañeras del rito íntimo, para, a través de la dualidad, penetrar a la Unidad. Así, los mas comunes por el amor buscar su propia liberación. El amor es común al hombre y a la mujer, he aquí su tamaño, porque permite celebrar al otro en cualquier acto y acontecimiento de su propia vida y aprender a respetar y venerar en el dolor y en el placer, la ganancia y la pérdida, el honor y el deshonor, la victoria y la derrota, el ser y el no-ser. El camino del simple amor, por supuesto, sigue siendo el mas recto para llegar a las puertecillas endorfineas: la llave química que produce en nuestro cuerpo el simple amor, por lo demás, se sabe, abre cualquiera cerradura que exista dentro o fuera de nosotros.
El es la energía que todo lo fecunda mediante la fecundidad de Ella, que todo lo contiene, lo abarca, lo emite y lo reabsorbe. El es ilimitado, transtemporal, inconmensurable, es de siempre y para siempre, en reposo o en actividad, siempre testigo. Es el mismo que encierra otros misterios, que vela cuando Ella duerme. Es el luminoso cuya luz de conciencia permite el reconocimiento, es el gran pacificador, siempre imperturbable, impávido en su ilimitada y penetrante contemplación, es el benevolente, el dueño de la esperma, anciano entre el mas anciano, joven entre los mas jóvenes. El es aquel cuyas penitencias hacen temblar al universo, cuya austeridad sobrepasa los límites de lo concebible, con un poder de pensamiento que se sospecha superior al de los dioses. Es aquel que se emborracha o hace asceta, el señor de los animales que se proyecta fuera de sí mismo y recrea el universo, aquel que es tomado por un dios con poder de desdoblarse en su propia compañera. Es el gran vidente, el señor de la tierra, poderoso, fuerte e implacable. Es el signo mas allá del signo, es la afirmación mas allá de la común afirmación-negación. El es el que dispone del atributo de concebir y ejecutar, idear y reconocer. Es el centro en el que se reabsorben los contrarios, en que se unifican las dualidades, en el que se disuelven los pares de opuestos. El es el erotismo desbordado y asume los mas variados aspectos: el benefactor, el terrible, el quietista, el danzante, el toro sagrado, el ninfa, el genio travieso, el imperturbable el sabio desbordante de sabiduría, el ermitaño en las cuevas y en los bosques, el irresistible que resume los principios positivos-negativos sin dejar de ser el mismo. El y Ella en su cerebro son iguales: poseen el poder absoluto, que asume todo lo que percibimos a nuestro alrededor, bueno o malo. Es la luz que ilumina y se auto ilumina. Y es, asimismo, el sol interior en cada ser humano, la esencia antológica, el uno sin dos, lo inafectado. ¿Quién, entonces, puede decir que dentro de sí mismo no dispone de un ángel a la espera de nuestro fecundo abrazo y apoyarnos? Es cierto que desde mucho tiempo antes se ha dicho que buscamos a Dios en nosotros mismos porque Dios está dentro de nosotros mismos, pero, entiéndase, no somos Dios, no somos Dios pero Dios está también en nosotros porque El está en todo lo creado, y nosotros, se sabe, somos Su mayor creación porque nos hizo a Su imagen y semejanza. Entonces, dentro de cada uno de nosotros está Su fuerza, que podemos utilizar en la medida de nuestro intento y propósito, pero no somos Su fuerza. Dios está en cada unidad subatómica, en cada elemento de la naturaleza (agua, tierra, aire, etc.), en cada ser animado o inanimado, en la propia mente con su capacidad de captar, analizar y reconocer, en la consecuencia para su disponibilidad de creación y precognición. Por esto mismo que, a partir del descubrimiento de los angelitos endorfineos en nuestro cerebro, se dice que busquemos a los ángeles en nosotros mismos porque ya somos ángeles, o sea, que reconozcamos lo que nuestro propio cuerpo tiene para ser utilizado. De la misma manera que a través de la tela de araña es posible llegar a la araña misma, así a través del universo desplegado en nuestro cuerpo por Dios, es posible llegar a lo que hay detrás de esa puertecita que las endorfinas custodian, a los angelitos mismos. Tal es la ley: “el mismo suelo que te hace caer te ayuda a levantarte”. De esto se trata: buscar el ser real tras las apariencias, el centro de la conciencia pura y clara tras la vestimenta que es el cuerpo, la mente y las emociones; buscarse a sí mismo y sus potencialidades en la selva de la interioridad, llegar a ser lo que nunca, en verdad, hemos dejado de ser; realizar al ser lo que nunca, en verdad, hemos dejado de ser; realizar el ser real que nunca ha sido irreal; aclarar la visión para ver.
A la lógica ordinaria escapan las realidades superiores. El ojo que ve, no ve: es el ojo divino en cada uno de nosotros el que tiene la capacidad de Ver. Mas allá de la mente, cuya luz es prestada, está el Ser. La mente no tiene luz propia, es como la luz pero no es la luz. Es el Ser el que lo tiene todo. El Ser es de la naturaleza misma de Dios, como quiera que le llamemos: naturaleza genuina, yo real. El Si-mismo... solo los nombres cambian; Dios es siempre el mismo. Y para hallarle, el buscador tiene que ser intrépido y saltar al infinito. ¿No es Dios el infinito mismo? Reconocerlo es liberarnos de las ataduras ordinarias. Liberarnos es el cese del sufrimiento y no hay empresa más prometedora, pero tampoco proeza más difícil, aventura mas osada. La mente en su estado ordinario no puede percibir al Dios interior. La voz de Cristo interno no es captada por la falacia de nuestros órganos sensoriales. La mente inmensa en el caos de la existencia diaria ordinaria, con todos sus quebrantes, que son muchos, no producen otra cosa que frustración en la búsqueda. Por esto la verdad de los ángeles es inexpresable. Solo la revelación interior, allende la mente ordinaria, la hace perceptible. Así, si estamos contraídos, el ángel interior está ausente. Cada vez que estamos contraídos, el ángel interior está ausente. Cada vez que estamos expandidos, está presente y actúa. En verdad, esto es así con cada una de las partes de nuestro cerebro. La contracción es conflicto, rechazo, miedo, venenos de la mente, desarmonía, resentimiento, aversión, apego. La expansión es actitud amorosa, factores sanos en la mente, equilibrio, ecuanimidad, ser uno mismo en el apego y en el rechazo. Dios gusta de la expansión y no de la contracción. Dios no es hindú ni musulmán, cristiano, judío, taoísta o budista. Dios es el ser interior, que se exterioriza por la ecuanimidad, paz, quietud, claridad, ausencia de oído y ausencia de avidez. Para llamarlo, basta con pedírselo; basta con la actitud de nuestro corazón y el buen acto. El buen acto es no dañar nada ni a nadie. Nada mas es necesario.
Asimismo, abrir la cerradura que permite que actúen los ángeles endorfineos que llevamos en nuestro cerebro, es buscar lo real en nosotros mismos; es la búsqueda de la semilla que nos fecunda; es la búsqueda de lo que no muda. Según su naturaleza, temperamento, aspiraciones y forma de vida, el buscar puede seguir vías numerosas. Unos se centran directamente sobre el sistema nervioso (como la práctica de las artes, el aislamiento, el sexo místico del que se sabe mas ahora, el ejercicio físico); otras inciden mas directamente sobre la mente (meditación, plegaria, contemplación, mantras). Está la vía del mago, que utiliza los ritos, las ceremonias, para penetrar en la realidad. La vía del asceta, que ensaya la penitencia en todas sus formas. Está la vía del chaman, sobre las que nuestros antepasados de América saben mucho y nosotros muy poco, en que destaca la auto hipnosis y el trance y el uso de hierbas y plantas sagradas. Está la vía del yogui de India, la de la mente clara, donde la mente es purificada como el mas puro de los diamantes para poder ver con claridad en el despejado cielo de la conciencia. Está la vía de la acción consciente y desapegada del que no baña cada mañana al cisne para que sea blanco porque sabe que el cisne es naturalmente blanco. Está la vía de la devoción, sobre la que las madres y los padres saben mucho. También está la vía del hombre quieto en cuanto al mundo pero inmerso en su propio trabajo, la del hombre nuestro de cada día, imperturbable en su quehacer. También es válida la del hombre apasionado, que convierte-transmuta su pasión en elevación y logro alquímico. Pero, en verdad, no es la vía lo que cuenta tanto como la sinceridad del corazón y la motivación para despertar al ángel. Por otro lado, las vías no se auto excluyen, sino que mas bien se complementan. En verdad, no importa como se llega a los ángeles... si llegas. El caso es que los ángeles nunca dejan de estar, se hacen presente por diversas vías, si es que tomamos una...
Sin embargo, hay una ley para la mayoría de nosotros: sin ejercicio todo progreso real es imposible. Para acercarnos a los ángeles se requiere el adiestramiento, el trabajo sobre uno mismo, el desarrollo interior, la purificación y la contemplación de la mente. Estar alerta. Cultivar la atención en cualquier momento y circunstancia ya es el principio. Donde quiera que uno está, si se ejercita, ya está en el camino, en la vía, en el vehículo, pisa el polvo de proyección, camino y meta, proceso y objetivo. Querer es una actitud, y a partir del querer es que se inicia cualquier método de desarrollo y perfeccionamiento. El querer creer en los ángeles, en realidad, basta, porque pone orden en la mente y en las células; refrena el miedo y la ira heredados y luego fomentados. Como el agua rebasa el recipiente por fuera, el creer sin medida se derrama y purifica todos los elementos constitutivos del ser humano. Así, el creer es un principio; los métodos para creer y comprobar son innumerables. El método es la piedra de toque, el rival que nos fortalece, el reto, el instrumento para desplazarnos de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la libertad. O sea, creer es de lo más básico; mantener esa creencia y poner en práctica esa creencia es lo que sigue, en una evolución que, en verdad, nadie sabe hasta donde llega. En todo caso, todos los caminos son igualmente validos si el buscador es genuino. Un buscador es genuino cuando no produce daño a nada ni a nadie, ni advertida ni inadvertidamente.
Es privilegio de cada uno elegir su vía. El deseo es una fuerza vital poderosísima. Excepto reprimirlo (que está desaconsejado por todos los guías espirituales), puede ser reorientado, canalizado, transmutado, ennoblecido, suprimido y sublimado. Quien desea y se reprime se frustra. En cambio, la supresión consciente del deseo, por una poderosa motivación, es fuente de energía y autocontrol. Si es consciente y voluntario, jamás es represión. Quien, por ejemplo, anula su deseo por no dañar a otro, crece y crece y crece. La transmutación es cambiar de rumbo la energía del deseo, reorientarla de uno a otro objetivo. Un interés mayor anula el interés menor. El ennoblecimiento es utilizar el deseo que lo asume en una realidad más alta. Y en este aspecto, el cuerpo nuestro no puede ser excluido pues el mismo es el templo de Dios; por esto el control sobre la mente y el aliento y el semen son necesarios, porque la misma energía de Dios, en distintos grados de sutilidad, está en cada uno de ellos. Se sabe que el ser humano es un universo en miniatura, un micro universo que es una réplica del micro universo. En nuestro cuerpo residen todos los elementos que también se hallan en el universo. Esto lo sabemos. Por lo mismo es que se sabe que la energía que vemos en la naturaleza está en nosotros mismos y la podemos conducir hacia fines superiores, y contamos para ello con la ayuda, justamente, de los ángeles, que, ya sabemos, también están en nuestro propio cerebro.
La oración es un puente por excelencia que se tiende para contactarse con los ángeles, para acceder al conocimiento superior que ellos representan en nuestro cerebro y fuera de él. Se ora a los ángeles para acercarse a ellos igual como se ora a Dios para reafirmar nuestra fe en El. La oración es energía que ponemos en movimiento a partir de nuestra palabra y pensamiento; así, el fecundar la idea del ángel con nuestra propia energía, los vitalizamos y les insuflamos nuestra propia vida al pedirles que actúen en nosotros por obra y gracia de nuestros deseos y confianza en que somos escuchados, posteriormente los ángeles divinizan al orante con su propia energía que actúa solo por nuestra petición inicial. La oración juega un papel esencial en la relación ángel-hombre. Y en general se utiliza para entrar en comunicación con planos mas elevados de existencia, convirtiéndose, a partir de nuestra voz y pensamiento, en instrumento para acercarse a ellos, tal cual como lo hacemos para acercarnos a Dios a través del rezo o la plegaria. Está claro que si la oración no se ejecuta con actitud adecuada y acompañada de la oportuna concentración y visualización se convierte en una adormidera espiritual en lugar de un despertador, tal cual se dice en la mayor parte de la religiones institucionalizadas del mundo. Una oración mecánica y falta de una adecuada actitud mental y espiritual, es un obstáculo y pérdida de tiempo y en absoluto una ayuda en el progreso interior que permite la comunicación con el universo angelical. Por otra parte, la oración también debe entenderse como instrumento de concentración, ya que semeja el sacrificio exterior por el interior. Porque si la oración está adecuadamente ofrendada, se convierte en amplificadora de energías, en fisura hacia planos mas elevados de conciencia, en soporte de reintegración anímica y, en nuestro interés puntual, en medio excelente para impresionar positivamente el propio subconsciente y despertar nuestros angelitos endorfineos que viven en el cerebro. El buscador ora y se identifica con los angelitos interiores haciéndose uno con ellos. Así, la oración como ofrenda a nuestro cerebro simbolizado en los ángeles es un medio para establecerse en el propio ser; soporte de interiorización y de reabsorción de los contrarios, cuando lo que necesitamos es mejorar parte o todo nuestro cuerpo, por ejemplo, de una enfermedad maligna. La oración sirve para realizar una identidad, o para cambiar una que hemos practicado erróneamente y transmutarla por otro ideal o necesaria para el crecimiento o mejoría. En este sentido, la oración a los ángeles auto diviniza y a partir de esta auto divinización, el practicante asume todo en relación a Dios que es la divinidad suprema, que está en todo lo que se ve y en todo lo que no vemos. En las estrellas, en los campos, en las montañas y en la esencia; en la sonrisa y en el llanto, en alegría y en pena, en la juventud y en la vejez; la oración actúa en todo porque en todo está, el final, Dios, que espera por nosotros y nuestra plegaria; ella se proyecta incansable y traviesa, originando un eco que se proyecta a todo el universo. Porque nuestro pensamiento es apacible y tierno como la más amorosa de las madres, como un dulce soplo de vida, como una caricia ultrasensible. O es acre y cruel, devastador, déspota e inaccesible en su aspecto más tosco, disfrazándose de dolor y de todo tipo de contrariedades. Si no hemos logrado la contención y enderezamiento del pensamiento, nos hechiza cuando es dulce y nos somete a una rara fascinación que embriaga los sentidos y roba la visión clara, y nos zarandea entre sus brazos como títeres cuando se muestra atroz. Para contener el pensamiento, basta la actitud del corazón y la oración constante a partir de, justamente, el deseo de nuestro corazón. Entonces, orar es como amar a nuestra madre, que no la amamos porque sus labios sean dulces, ni brillantes sus ojos, ni sus párpados suaves; no la amamos porque al mirarla sintamos en la garganta el agua y al mismo tiempo una sed insaciable; amamos a nuestra madre sencillamente porque no podemos hacer otra cosa que amarla. Así es: oramos porque es la forma natural de comunicarnos con Dios y el ángel.
Este símil que tocamos del amor maternal con el amor necesario de sentir a Dios y, por ende, a los ángeles, también se podría comparar con el brasero que alumbra el universo, porque es calor y es fuerza y vida. Es la energía universal. Tú no la tomas: ella te toma a ti. Es como una bailarina que a cada giro te ofrece la vida. Es la fuerza universal, la sangre, la savia, la suprema energía, el aliento y la voz. Desencadena fuerza, vigor, conmoción. Es el renacimiento. Es la vibración sin término, prodigiosa, mágica. Es la pasión sin medida. En verdad, manifiesta en todos los seres su plenitud, aunque permanece callada si no se la convoca. Ella es la gran interrogación, el reto que permite acceder a la gran sanción. Es el gran viaje. Es la fuerza que dinamiza tu ser si te dejas hacerlo. Es la que afina las cuerdas del alma, el rayo, la nube fluidita, el éxtasis de potencia generatriz, el orgasmo universal. Es la gran hechicera que te reconstituye. Exhala fuerza como el sol exhala su luz y la rosa su aroma. Ella es la sacralización del amor y también el simple amor, la pasión predestinada. ¿Quién no ansía duplicar la propia fuerza?. Porque es la fuerza mas la fuerza; es el intercambio de ternura sin fin. Es la energía prodigiosa, que te imanta, te fascina y despierta tu sensibilidad y se te ofrece iniciadora y profética. Se funde con tu aliento, penetra en tus sentidos, navega por tus interioridades. Si te acercas a los angelitos por la simple oración, ¡gloria a ti! Al abrazarla, abrazas a todos los seres de este mundo y otros que no sabemos; al tomar su mano, tomas todas las manos; como cuando besas el rostro de tu madre que besas todos los rostros de los seres sintientes. Si dudas, mejor ignora esta fuerza porque de nada vale cualquier intento de acercarte a ella, al hechizo de su fuerza y sabiduría, que es una fiesta suprema. Pero, si oras y pides porque ese es el deseo de tu corazón, serás escuchado y te habrás ganado a ti mismo. De esto se trata en cuanto a Dios y sus ángeles custodios: del deseo del corazón, que es quien echa a nadar fuerza única que hay dentro de cada uno de nosotros. Esta fuerza que por su intensidad crea un verdadero cataclismo emocional en el individuo, no es, por supuesto, algo ordinario o común, sino una poderosísima fuerza emocional que trasciende la cotidianidad y tiñe la vida de quien la experimenta, de un sentimiento de entrega incondicional. Un sentimiento esencialmente constructivo, sobrecogedor por su potencia, que surge desde el primer momento de contacto con una intensidad que envuelve como el capullo a la flor, que aviva, despierta: es una energía de alto voltaje que vibra en todas las células del individuo. Que actúa con tal fuerza que, en verdad, limpia el cuerpo de cualquier malignidad; haciendo como si la cotidianidad quedara disuelta al punto, haciendo que la persona sienta a todas las otras personas como un gran amor, un amor eterno, una pasión predestinada, el centro de la búsqueda amorosa, nuestro complemento emocional, la fuente de toda satisfacción, la compañía vital: así se ve el mundo. Tal intensidad amorosa, como es obvio comprender, se convierte en instrumento otorgador de una energía extra que puede ser sabiamente utilizada en las empresas personales (como curar nuestras propias enfermedades), la vía artística o la vía espiritual, que se ocupa en sanar los males de los demás. Es como la energía, que procura luz y calor. (No temas que te electrocute, porque el deseo de tu corazón es hacer el bien que jamás-nunca daña). Una vez mas, se insiste siempre, lograr una fuerza así depende del grado de entrega a Dios de la persona, porque, se sabe, los ángeles actúan siempre en gracia de Dios y no de otra manera, porque otra manera aniquila sin apelación posible. En verdad, un amor así, por la fuerza del deseo del corazón logrado, es el leitmotiv de la búsqueda, la reintegración interior, la ascensión de la conciencia. Es, entonces, capaz de originar una energía muy poderosa: la más poderosa, porque es la que viene del creador de todo lo creado. Actúa como estímulo, contento, renovación, vitalidad, propulsor de las energías internas que viven en nosotros desde que nacemos, y que podemos trascender e imitar para que también lleguen a los otros seres a partir de nosotros. Por esto es una fuerza que se utiliza y canaliza hacia la expansión de la conciencia y no hacia su contracción. Esto es el resultado de la oración cuando nace del deseo del corazón: un resultado único y de grandes posibilidades, un acontecimiento estrictamente personal pero que influye en todos los seres a partir de uno mismo. Un instrumento de la mente y del corazón, que desencadena intuiciones de orden supralógico, y logra una ruptura en el nivel ordinario de la conciencia y una trascendencia que beneficia a todo lo que vive y aun mas allá, donde no sabemos. De tal manera, nuestro contacto con los ángeles que tenemos viviendo en nuestro cerebro, su esencia misma, no es una mera función biológica posible, sino un catalizador anímico y un elixir para la transmutación de las energías. A través del amor a los ángeles, amamos, en verdad, a todas las criaturas vivas. A través del amor a los ángeles se recuperan fuerzas poderosas y se viaja hacia realidades interiores que antes no conocemos. Ellos se convierten en compañía para la búsqueda, en complemento para llegar, un día, a Dios mismo, sea cual sea la idea que tengamos de Dios. Esto tiene un significado profundo, pero la verdad es que quien ama multiplica su vitalidad y energía. Porque aquí no se trata de que te amen, se trata de que uno ame: lo demás no tiene que ver con uno, solo interesa la postura de nuestro corazón. Tal debe ser, en última instancia, la determinación del buscador: amar, que lo demás es silencio. Que es un ángel aquel que puede situarse mas allá de las actitudes egocéntricas, poner los medios para que los otros sean felices y hacer del amor consciente su guía. Somos, entonces, el que nunca dejamos de ser. Somos la madre que nos alumbró y el hijo alumbrado, somos todo y a la vez somos aparte, somos el espectáculo y a la vez, sin duda, entendemos que jamás somos solo el espectáculo.
© Waldemar Verdugo Fuentes.
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