Monday, July 24, 2006

El Angel de La Divina Comedia.

El Angel de La Divina Comedia.
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

La Divina Comedia es la historia de la trayectoria de la peregrinación de un hombre en búsqueda de cierta mujer amada: para llegar a ella, debe antes, verse a sí mismo como en una esfera de imágenes sucesivas que abarcan todo el espectro de la existencia. El peregrinaje de Dante Alighieri, el autor del libro, comprende todo lo que llamamos Mundo y Vida Humana. En todo lo que encuentra en su camino se percibe la realidad de la existencia. Y lo que ve fuera de él, asimismo, está en su interior. El protagonista de la historia es el autor mismo, que, al final, obtiene la Gracia; habiendo cruzado el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, donde, abruptamente, el desenlace brota solo. Todo envuelto en hondísima gravedad. Trata La Divina Comedia del destino del ser, sobre el que se cierne la clemencia, pero también el rigor. Recorre todas las páginas un canto como voz de fondo, que dice: “Sigue adelante. Es poco el tiempo.”
(En los pasajes que transcribiré -utilizando la traducción de Borges al castellano, y también recurriendo a la de Scarlatti y la crítica de la Sociedad Dante A.-, los números romanos designan las tres partes principales de la obra, que, en verdad, es un largo poema: Infierno 1; Purgatorio II; Paraíso III. El primer número arábigo designa el canto, y el o los números siguientes el verso. Por ejemplo: III 8, 1-6 indica Paraíso, canto octavo, versos 1 a 6.
El hombre inicia su viaje perdido por el dolor de la muerte de Beatrice, quien, al partir antes, se llevó su razón de existir. Su primer esfuerzo, solo el hombre, impide ser vencido por los demonios que lo acosan desde afuera y desde sí mismo. Es cuando aparece su ángel de la Guarda, que ha tomado la forma de Virgilio, el escritor que inventó el mito de Roma, quien le trae un mensaje: no será fácil llegar a la cima de la montaña Luminosa donde está Beatrice, porque ella misma obedece a su propia salvación. Así, el camino que deberá recorrer será la distancia más larga: el mundo. Virgilio, el ángel, le ha anunciado su mensaje de Gracia, le ha revelado que hay justicia, lo que comprueba el que muere, sin embargo, a él le es concedida la visión. Dante se halla, por lo tanto, desde el inicio del viaje, en la confianza del ángel custodio. Para un hombre común, como el protagonista, la montaña Luminosa resulta prohibida, pero el ángel lo ayudará a llegar.
Tradicionalmente, se sabe que para que el ángel de la Guarda actúe, se lo debe pedir el hombre, a quien sirve, sin embargo, en ocasiones, el ángel llega a actuar guiado por una orden superior. Así, Virgilio el ángel dice a Dante que se ha llegado a él Beatrice, de mensajera, criatura supraterrenal y, sin embargo, enteramente humana, sumergida en el amor de Dios y, sin embargo, tan amorosa de su amigo que, bienaventurada “tenía los ojos arrasados en lágrimas” cuando, con “dulce y angelical voz”, habló de la apurada situación del poeta. Ella, Beatrice, ha descendido hasta donde estaba Virgilio entre los ángeles y le ha pedido que ayudara a Dante. Pero Tampoco Beatrice obró guiada sólo por su impulso enamorado, sino que es asimismo una mensajera de Lucía, la doncella y mártir de Siracusa a la que Dante honraba mucho, y que había visto en el poeta la luminosa fuerza que procede de lo alto y que mueve las voluntades: la gracia. Lucía actúa a su vez por encargo de la Madre del Señor: María, la mediadora para todas las desdichas humanas, que “dulcifica la justicia eterna mediante su intercesión”. Ella ordena, en fin, la actuación del ángel acompañando a Dante, como principio de decreto divino que es puro misterio. Es como una cadena de manos bondadosas que se extiende desde la inaccesibilidad de lo profundo e infinitamente remoto hasta el presente del lugar, de la hora, de la miseria del hombre. Que Dante no sucumba a los horrores de la selva ya es obra de sí mismo y de la gracia. Lo que él vive en la selva y el hecho de que, cual náufrago, consiga, así y todo, con mínimas fuerzas, llegar a la orilla, representa la manifestación terrenal de la fuerza que sea, pero propia al hombre y visible de un orden oculto pero real, que también parte del misterio de Dios y pasando por la cadena de amorosos servicios, llega hasta Dante. La superación del peligro inmediato, así, es el resultado de si mismo en la gracia transmitida. Esta gracia así transmitida por la fuerza mientras se vive, no abandona a Dante y continúa obrando en toda la peregrinación. Dante no puede moverse sino en dirección hacia su meta, porque es atraído y llevado hacia ella. Esta circunstancia se expresa porque el hombre nunca marcha solo, no porque sea débil, aunque sea poco enérgico en oposición a un héroe, sino porque mientras más se cree en la posibilidad divina, con tanta mayor fuerza ésta actúa, precisamente en aceptar la gracia, en decidirse a merecerla, en creer, ahí está su fuerza.
Para Virgilio, y luego para los otros ángeles que en determinados momentos tienen acción en la obra, Dante representa una parte del gran destino del hombre, y atenderlo deriva de la perfección misma de la creación. Esta es la causa de que Virgilio no sea la encarnación de la Razón, sino que cumple las funciones específicamente atribuidas al ángel de la Guarda, el agente natural al servicio de la gracia del hombre. Así, Virgilio intercede para que Dante continúe: en toda la peregrinación el misterioso encanto de Virgilio exalta su calidad de ángel. En él se refleja la acción de Dios, y en Dante se manifiesta diciendo: “Yo soy tú mismo”. Es la causa de que cuando convive con los perversos, el hombre al ver las formas de su perversidad, recapacita sobre su propia maldad y llega a conocer más a Dios. De manera que cuando la ciudad infernal se cierra ante el hombre, la resistencia del mal se halla presente en todos los ámbitos del infierno. Para el peregrino no es un fácil descenso, en todo momento ha de bajar contra la resistencia del abismo que atrae a Dante con sus horrores, porque la resistencia también está penetrada de la maldad que anima en su propio corazón. Así, en las regiones superiores del Infierno se enfrentó a las imágenes de las pasiones desenfrenadas y se reconoció en ellas. Pero ahora se enfrenta al mal propiamente dicho, a la maldad del orgullo, de la mentira, de la traición. Estas cosas también están en él mismo, de modo que también es atacado tanto fuera como dentro, pero permanece inquebrantable por mera voluntad humana.
Lograr cruzar el Infierno le es posible, en gran parte, por la ayuda del ángel de la Guarda con figura de Virgilio, quien, según recogen antiguas tradiciones y hasta los rumores históricos, fue un escritor que logró hacerse como su ángel de la Guarda, pudiendo subsistir así a las enormes pruebas de su Odisea. Posiblemente, el que Dante nombre “Virgilio” a su ángel arranca de esta tradición, que, seguramente
el poeta conocía. En todo caso, el ángel es un criado celestial, y al igual que los otros ángeles que aparecen en el relato, al Dios como mayor designio obedece siempre su actuación. Por lo demás, Dante nos cuenta de ángeles verdaderos, animados por el espíritu y de gloria sobrehumana; son seres que actúan con acierto, bienaventurados y revestidos de la gravedad cristiana, por eso el amor que reflejan es un amor viril, rudo, henchido pero en la actitud de la reserva, en el súbito llegar, hacer y marcharse.
Así, en las puertas del Infierno, Dante y Virgilio se encuentran con el primero de los ángeles que cruza las páginas de La Divina Comedia, el ángel de la Verdad (I 9, 64-103); éste les indica indirectamente que ese es el sitio de entrada al Infierno, al gritar desde el horrible umbral:
“¡Oh, expulsados del cielo, casta maldita y despreciada! ¿Hasta dónde llega vuestra rebelde arrogancia?...” “Alejóse después por el camino fangoso, sin habernos hablado; parecía estar preocupado hondamente por pensamientos ajenos a nuestra presencia. Nosotros entonces, seguros por sus palabras precisas, echamos a andar tierra adentro”.
La esencia del ángel de la Guarda es el amor, pero la de este otro ángel es la verdad. Expresa lo verdadero y pone por obra el Amor de Dios, de quien, en la inscripción de la puerta del Infierno, se dice que fue Su amor lo que Le llevó a crear el sitio de verdadero tormento (I 3,6). Es la razón de que este ángel de la Verdad, que aparece por única vez, solo, en el Infierno, tiene algo de inconmovible, de despiadado, y se muestra en manera despectiva, animado de la desdeñosa indiferencia de la verdad de Dios.
En el Purgatorio encontramos ángeles que se nos hacen más próximos. Son profundos y conmovedores, vueltos por entero hacia las criaturas humanas a quienes sirven. Aman a los hombres con ese amor particular con que se ama a quien padece hondamente; pero quienes padecen en el Purgatorio son hijos de Dios, hechos a Su imagen, de manera que su ayuda es siempre reverente, respetuosos del humano, aunque, en forma alguna, son tolerantes: están desprovistos de toda indulgencia, puesto que en el sitio se trata de la verdad de la expiación. Las almas en el Infierno se han vuelto contra Dios o no se han decidido por El. Por eso están condenadas por entero y para siempre. En cambio, las almas del Purgatorio son buenas en su intención, pues han elegido a Dios; pero esa intención sólo en parte es una realidad, porque la intención, por si sola, no es bastante. Que un hombre quiera decir la verdad, no lo hace verdadero hasta que no se pronuncia. Por esto, en el Purgatorio acontece un rigor absoluto e inquebrantable. Sólo partiendo de la verdad puede llegarse a la realidad. Cualquier otro intento solo aumenta las falsas apariencias. Más, por sobre esta fatiga interminable se cierne la esperanza del Infinito: a esto se debe la indecible sonrisa de quienes moran ya desde el ante-Purgatorio, en el único camino visible en el ascenso desde el pie del monte hasta la cima. Y los ángeles intervienen reverentes en este ascenso, a las órdenes del deseo humano en la lucha.
Al inicio en dirección al Purgatorio, ascendiendo Dante y Virgilio un ángel se aparece. El encanto del escenario está en el paisaje iluminado que en si mismo es una presencia; a él han llegado los peregrinos desde el fondo último del Infierno, desde donde han subido trabajosamente a través de un estrecho túnel de tierra; luego de esta opresión se abre a sus ojos, súbito, encantador, el monte sagrado que se yergue en una isla del mar meridional, en medio del aire único sin nubes envuelto en pura luz solar. Son las primeras horas de la mañana, el tiempo de toda promisión (II 2,10-51): “Estábamos aun cerca del mar, como gente preocupada con su camino y anda con el corazón y el cuerpo ausente cuando he aquí que, como al aproximarse la mañana se enrojece Marte por la abundancia de vapores, estando hacia el poniente y sobre las aguas del mar, así se me apareció (y ¡ah, si pudiera volver a verla!) una luz, la que cual venía ya apresuradamente por el mar que no era comparable a su movimiento vuelo alguno. Y como hubiese desviado un poco los ojos para preguntar a mi guía volví a verla más brillante y de mayor tamaño. Descubrí después por ambos lados no sé qué cosa blanca, de la cual poco a poco salió otra.
Mi maestro permaneció inmóvil hasta tanto vio el que era sólo unas alas; pero así que remeció al Barquero, gritó: ‘Pronto, pronto híncate de rodillas; ese es el ángel de Dios. Junta tus manos. Luego veras otros ministros iguales a éste. Observa que no se vale de recursos humanos, de manera que entre las alejadas playas no ocuparemos ni otras velas que sus alas. Mira cómo las tiene dirigidas al cielo, surcando al aire con las eternas plumas que no cambian como el pelo de los mortales.’
A medida que se acercaba a nosotros, la luz divina aparecía más esplendorosa; era un ave encendida, tanto que la vista no podía resistir de cerca su brillo. Bajé, pues, los ojos, y el ángel se encaminó a la orilla de su embarcación tan sutil y ligera que no se sumergía en el agua. Iba de pie en la popa el celestial Barquero, tan bello que parecía llevar impresa en su ser la bienaventuranza; y le seguían más de cien espíritus que cantaban todos a una voz aquel Salmo... Luego los bendijo con la señal de la Santa Cruz y todos saltaron a la playa; y él se volvió tan veloz como había venido”.
Este ángel que cruza fugaz las páginas iniciales de la Comedia y desaparese en el mar, que lleva las almas buenas hasta el lugar de expiación, es una figura celeste que coordina eternidad y opción. El suyo es un trabajo eterno pero finito de tiempo, y no es sencilla ausencia de tiempo porque ocupa su propio quehacer, es también un modo en el que Dios se deja vivir, y el verlo, en raras ocasiones, es para el hombre participar, justamente, de Esa vida, por obra de la Gracia. Esta eternidad que encarna el ángel barquero se realiza en la obediencia y se anula en la desobediencia. Los otros siguientes dos ángeles que se nos presentan así también vienen envueltos en su propia atmósfera particular, dulcemente melancólica y nostálgica (II 8, 1-6, 22-36):
“Era ya la hora que renueva en los navegantes la nostalgia de la patria y enternece sus corazones el recuerdo del día en que han dicho adiós a sus dulces amigos; la hora que despierta en el peregrino nuevos amorosos pensamientos, al oír a lo lejos una campana que parece dolerse del día que muere.
Vi después las almas mirar silenciosas el firmamento, como si esperaran algo, humildes; cuando descendió de lo alto dos ángeles con espadas flamígeras pero privadas de punta hiriente. Verdes, como las hojitas que acaban de brotar, era sus vestiduras que, cubiertas por plumas también verdes les alargaban agitadas por el viento. Uno vino a colocarse un poco más alto que nosotros; el otro bajó hacia la parte opuesta, de manera que las almas quedaron en medio. Distinguía claramente la cabellera, pero su rostro deslumbraba la vista como se desploma la fuerza ante lo que demasiadamente la supera.”
Al anochecer por completo (II 8, 97-108), “por la parte menos resguardada del pequeño valle salió una serpiente, quizá la misma que dio a gustar a Eva el fruto amargo. Venía el dañino reptil por entre la hierba y las flores, volviendo de vez en cuando la cabeza y lamiéndose el lomo, como un animal que se alisa la piel. Yo no vi, y por eso no puedo decir, cómo se movieron los dos halcones celestiales; pero distinguí muy bien que uno y otro se habían movido; y al sentir que hendían el aire sus verdes alas, la serpiente huyó, y los ángeles tornaron a su lugar, volando juntos.”
En el Purgatorio, dice Dante, el hombre está protegido y, al mismo tiempo, expuesto al peligro de la indecisión que lo mantiene en el lugar, siempre indeciso. Se lee que en el sitio los ángeles actúan arrolladoramente, irresistibles y sumamente sobrios. Con su sola presencia ahuyentan a la serpiente que reina en la noche, y, por la mañana, retornan al cielo. Así, el poeta y Virgilio, descansan en el valle bajo esta protección, que normalmente acompaña a los hombres cuando duermen. Dante sueña que un águila con pluma de oro describe círculos en lo alto, se precipita hacia abajo como un rayo y lo arrebata para llevarlo a la región ígnea del sol. El ardor lo despierta y se halla en un lugar desconocido. Virgilio le cuenta que mientras dormía había llegado una dulce mujer y lo había trasportado: era Lucía, la anunciación de todo acto bueno que precede a la gracia. Así nuestros peregrinos halláronse en la plataforma exterior del monte y ante la puerta que conduce a la región purgatoria propiamente dicha. Ante ella hay tres escalones.
El primero es blanco y liso como el mármol y tan brillante que el poeta cuando asciende se ve reflejado en él. Es tal cual reconocer nuestras faltas y el arrepentimiento. El segundo escalón es de color purpúreo y quebrado: la confesión. El tercero rojo como la sangre: el acto expiatorio. Pero más allá de los peldaños está el umbral de la puerta, como el diamante. Junto a ella se encuentra el guardián, un ángel:
“...vi una puerta que tenia en su parte interior, para subir a ella, tres escalones de diferente color, y un portero que se mantenía inmóvil. Y mirándole cada vez más atentamente, vi que estaba sentado en el escalón más alto y de aspecto tal que no lo resistía. Tenia en la mano una espada desnuda, la cual despedía hacia nosotros un resplandor tan vivo que en vano pretendía yo fijar mis ojos en ella” (II 9, 76-84).
La santa irradiación del ángel aparecido hace apartar la vista a los peregrinos, pero expresa su amor preguntando y respondiendo con la sola mirada bondadosa y ayudadora. Dice como han de ascender por los diferentes caminos, acoge cordial a Dante que cae de rodillas ante él, y le toca con la punta de la espada en la frente, en el lugar de la profesión de fe. El acto es simbólico, porque también ha grabado en la frente siete letras que son cada una de ellas el nombre de los errores comunes inherentes al hombre y que Dante irá borrando, sin dudas, a lo largo del camino: así el servicio de este ángel asume la forma de una bendición ritual. También les abre la puerta y los peregrinos se encaminan por un sinuoso y estrecho sendero que sube entre las peñas, que no les hace fácil acceder al nuevo plano: representado por una de las explanadas, con un ancho igual al de “tres alturas de hombre”, que corren alrededor del monte.
Si contamos la que corresponde a las almas que moran antes de pasar la puerta, hay ocho de estas explanadas. La cumbre misma, que desde abajo no puede verse, forma una meseta: el paraíso terrenal está confinado en aquel remoto lugar. Cada explanada representa un plano o nivel de conciencia. Las inferiores están cargadas de males mayores, así que las escalas resultan menos penosas a medida que los peregrinos se acercan a la cumbre paradisíaca. Está claro: la dirección y el sentido de este orden están guiados hacia la cumbre como la raíz brota hacia la luz, es un orden de menos a más, de la oscuridad a la claridad, de lo que no se ve a lo que se ve, siempre en dirección de la superación que apunta a la perfección.
Entonces, pasar de una escala a otra cuesta al principio suprema fatiga, pero, cuanto más alto se llega tanto más fácil es el ascenso. En el punto en que los peregrinos abandonan una explanada para comenzar a subir por la siguiente, en el lugar, pues, que indica que se ha cumplido la fase correspondiente a ese plano, que se ha superado y que el peregrino se ha hecho mejor, más claro, allí hay un ángel que examina el debido curso de la superación. Este ángel confirma el progreso del bien. Al borde de la primera terraza, el poeta dice (II 12, 88-90, 91-93, 98-99, 109-111, 115-120):
“Acercábase a nosotros la hermosa criatura vestida de blanco, en cuyo rostro parecía resplandecer la estrella de la mañana... abrió los brazos y después las alas, diciendo: “Venid, cerca de aquí están las gradas y fácilmente podéis subir”... y entonces me golpeó la frente con sus alas; después me permitió una marcha segura... Según íbamos penetrando por aquel paso, oímos unas voces que cantaban de manera tal que nadie podría expresar... Subíamos ya por la santa escalera y me pareció estar mucho mas liviano que antes, yendo por piso llano; y así pregunte: Maestro, dime ¿qué peso se me ha quitado de encima que ahora apenas siento al andar cansancio alguna?”
Al andar, Dante tiene esta extraña sensación. Algo había ocurrido al poeta al compartir el sufrimiento de los penitentes. Se hizo mejor. Su intención se concretaba en su ser en un proceso de mejoramiento en el orden este que es de abajo hacia arriba. En la segunda explanada queda vencida la envidia y nace, en el lugar de esta, un amor compasivo. En su borde interior vuelve a resplandecer la figura de un ángel (II 15, 16-36):
“Y como, cuando reflejada por el agua o por un espejo, salta el rayo solar en la parte opuesta, subiendo en la misma forma que baja, apartándose del caer de la piedra igual espacio, según la experiencia y el arte lo demuestran, así me pareció a mi estar herido por la refracción de una luz que tenía delante; por lo que mi vista se apresuró a evitarla.
¿Quién es aquel, amado padre -dije- de quien no puedo apartar enteramente mis ojos y que parece moverse hacia donde estamos?
-No te maraville -me respondió- si te deslumbran aún los espíritus celestiales: un mensajero es que viene a invitarte para que subas. En breve no te causará ya pena alguna ver estas cosas, sino que recibirás tan grande deleite cuanto te permita sentir la naturaleza.
Así cuando estuvimos cerca del bendito ángel, este nos dijo con alegre voz: “Entrad por aquí y hallaréis una escala menos pendiente que la que habéis dejado”.
El ángel ahora se manifiesta solo como una fuerza luminosa que enceguece, pero es clarísima su voz “lieta” (alegre), palabra con la que tropezamos cada vez mas a menudo. En el tercer círculo de la montaña del purgatorio se alcanza la mansedumbre. En las diferentes plataformas se ven almas que fueron figuras de la historia y se oyen misteriosas voces que pronuncias acentos sagrados. Es decir, aquí irrumpen imágenes y palabras que informan el acaecer de la existencia. En este círculo, en el que la expiación se mueve en la profundamente abierta morada envuelta en un humo que todo lo cubre, las imágenes que atestiguan la realidad asumen otra forma: surgen en el interior del poeta como visiones dentro de la fantasía pero tan fuertes que concentran toda la atención y así informa lo real. Dante lo experimenta y quiere comprender, pero experimenta el desvanecimiento de sus propias fuerzas enfrentado a la enorme figura iluminada del ángel, y dice (II 17, 40-48, 52-69):
“Como huye el sueño cuando una nueva luz hiere de pronto los cerrados párpados y, aunque interrumpido no huye del todo, así se disiparon mis visiones al darme en el rostro un resplandor mucho más vivo que el acostumbrado. Volví para ver donde me hallaba y oí una voz que decía: “por aquí se sube”. Con lo que me distraje de todo otro pensamiento...
...Mas como ofende el sol, ofuscándola, nuestra vista y por su demasiada luz se hace invisible, del mismo modo faltaba allí fuerza a mis ojos. Este es un espíritu divino que sin aguardar nuestros ruegos nos advierte por donde hemos de seguir y se vela a sí mismo con su propia luz. Hace con nosotros lo que el hombre hace consigo mismo, porque el que ve la necesidad y aguarda a ser rogado, se dispone malignamente a negar lo que se le pide. Hagamos que nuestro pie siga su invitación y apresurémos antes de que caiga la noche, que después no nos será posible hasta que vuelva a lucir el día.
Así habló mi maestro, y él y yo dirigimos nuestros pasos hacia una escalera, y no bien puse el pie en el primer escalón sentí cerca de mi como el mover de un ala que me tocaba el rostro y oí decir: “Bienaventurados los pacíficos, que están libres de perversa ira.”
Dante tampoco ahora narra como es la figura del ángel. Esta queda oculta por la luz enorme. Estamos frente a la visión que luego se repite con mas intensidad en el Paraíso en que la figura celestial suele presentarse envuelta en su propia luz. Esta gran luz, entonces, no es una luz exterior que alcance a un cuerpo oscuro y lo ilumine, sino que es una luminosidad que emana del ser Angélico mismo, señal de que este es por entero verdadero. La iluminación que se irradia señala una característica sagrada del ser y su crecimiento. La luz significa iluminación. Esta luz intensa alcanza a la mirada y atestigua de sí misma; pero solo obra cuando encuentra el ojo predestinado. Si el ojo falta la luz es inaccesible, es decir el ojo que da la actitud del alma, porque esta luz es visible al ciego si este ve con los ojos verdaderos. La luz grande aquí sustrae a la mirada precisamente la grandeza del ángel. Pareciera que, al momento de expresar mas amor expandemos asimismo los átomos que son nuestro cuerpo, y nos hacemos más gráciles; dejamos que la luz fluya si queremos y nuestro ojo se hace predestinado. Hermosa es la frase en que se alude al obrar del ángel, que “hace con nosotros lo que el hombre hace consigo mismo”. Sólo puro servicio, en el mejor sentido. En el cuarto círculo se supera la pereza y se adquiere la alegre diligencia de la actividad. En el límite hay un ángel (II 19, 40-51):
“Ibale yo siguiendo con la frente inclinada como quien la tiene cargada de pensamientos y que lleva el cuerpo medio encorvado, a tiempo que oí decir: ‘Venid, por aquí se pasa’ y esto con tan suave y amorosa voz como no se oye igual en este mundo mortal. Abiertas las alas que parecían de cisne, encaminóse hacia arriba el que así había hablado, por entre los dos muros de la dura roca. Agitó después las plumas y me echó aire con ellas, afirmando ser bienaventurados los que lloran, porque sus almas se consolarán.”
La atmósfera, el tono de la voz marcado y suavidad de las blancas y vigorosas alas del ángel que Dante ve ahora son la fuerza mansa y hablan de infinita bondad más allá de lo que pensamos posible. En el quinto circulo se limpian las almas de la codicia y avaricia, y se ha de adquirir la generosidad. En el purgatorio se opera no sólo el nacimiento del nuevo hombre, sino el del nuevo mundo de Dios. El monte, la tierra toda, se estremece porque un ser humano ha cumplido su expiación: “Se ha manifestado en él la gloria de los hijos de Dios” y su cuerpo “ha quedado redimido”, y con ello también para el mundo “ha quedado abierto el camino que conduce a la gloria”. Por todas partes se eleva un clamor: ¡Gloria a Dios en las alturas! Tan fuerte que Virgilio cree necesario tranquilizar al poeta dándole la seguridad de su protección. Los peregrinos permanecen inmóviles y suspensos hasta que cesaron los estremecimientos; cuando prosiguen su camino se les acerca de pronto una sombra que los saluda así: “Hermanos míos, la paz de Dios sea con vosotros”. Es el poeta Estacio, de los primeros tiempos del cristianismo. En el límite del círculo, en el paso siguiente, se yergue otra vez un ángel guardián (II 22, 1-9):
“Quedaba ya el ángel tras de nosotros, el que nos había encaminado al sexto circulo... mientras yo, más ágil que en los otros pasajes, de tal suerte que me movía sin menor fatiga y seguía subiendo tras los espíritus veloces”, cuando se aparece provocando el guardián una conmoción tan grande en el poeta que no manifiesta nuevamente la figura celestial: sólo su voz que canta: “Bienaventuradas los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados”. En este siguiente círculo se superan los hábitos de la glotonería y falta de templanza, encarnando el ángel la oposición que hay entre la ardiente privación y la dulce libertad (II 24, 133-154):
“¿Dónde vais los tres solos tan pensativos?, preguntó súbitamente una voz. Di un salto al oírla, como los animales medrosos cuando se espantan, y alcé la cabeza para averiguar quien decía aquello. No se vio nunca en ningún horno, vidrio o metal tan brillante y enrojecido como el que pronunciaba estas palabras: ‘Si queréis subir deberéis dar la vuelta por este lado; por aquí van los que se dirigen a la mansión de la paz”. Su esplendor me deslumbró la vista y hube de volverme hacia mis maestros, como quien estando ciego camina según lo que le dicen. Y cual se mueve el aura de mayo anunciando el día y aparece en derredor el aroma que hierbas y flores le comunican, así sentí que me acariciaba el viento en la mitad de la frente y agitarse las plumas que me hacían sentir el céfiro de la ambrosía. Y oí decir “Bienaventurados aquellos a quienes ilumina tanto la divina gracia que el amor de la gula no enciende en su pecho apetitos desordenados y sólo han hambre en cuanto es razonable haberla’.”
De nuevo el esplendor es tal que a Dante le deslumbra la vista. Además, siente el hálito matinal, la frescura de mayo y el aroma de las hierbas verdes; cuando, con ligero toque de ala, el ángel le roza la frente. La séptima explanada interior constituye la última fase expiatoria. Está cubierta por una bóveda de llamas que purifica a los lujuriosos. Dante se llega hasta el borde exterior, donde las llamas, impulsadas desde lo profundo por un gran viento, se orientan hacia el centro, dejando un camino libre. El fuego forma un muro que separa al poeta de lo alto del monte, donde se halla el paraíso terrenal. De pronto aparece un ángel que le manda atravesar (II 27, 5-12):
“...de manera que iba feneciendo el día, cuando se nos presentó el ángel de Dios, lleno de alegría. Hallábase en la orilla de nuestro camino y fuera de las llamas y cantaba... Y añadió después: ‘No se va más allá, almas santas, si antes no nos purifican el fuego. Entrad, pues, en él, y no cerréis los oídos al canto que escucharéis más adelante.”
El ardor es terrible. Dante observa que tiene que sufrirlo. Es esta la última prueba antes de alcanzar la libertad del nuevo hombre, a la cual se llega “como a través del fuego”. Y el poeta retrocede, toda su naturaleza humana se rebela, Virgilio lo exhorta, le recuerda el largo camino recorrido... “pero yo me mantenía inmóvil, a pesar de lo que me dictaba mi conciencia”. Y viendo Virgilio como Dante “permanecía quieto, empecinado y cual clavado en su sitio”, y comprendiendo que se perdería todo lo que se había logrado con aquella peregrinación bendecida por la gracia, le dice: “Mira hijo, que entre Beatrice y tu solo media este obstáculo”. “Entonces, ablandada así mi resistencia, me volví hacia mi sabio guía, al oír el nombre impreso siempre en mi imaginación”. Y Dante sigue el camino y entra en las llamas. El tormento supera toda medida: “Incendio senza metro”. Virgilio, para ayudarlo, le habla de Beatrice: “Paréceme que ya estoy viendo sus ojos”, en tanto que una dulce y poderosa voz que, desde lo alto, canta las palabras de la bienvenida de Dios, “Venid, benditos de mi padre”, les iba indicando el camino a través de las llamas.
Dante ha resistido la prueba. Al vivir el destino de las almas que ha encontrado en los círculos que forman al monte del purgatorio, sin saberlo, experimentó en si mismo la transformación de una idea en una realidad. Frente a la gloria del paraíso terrenal que se abre ante ellos, Virgilio despide a Dante con palabras que, se ha dicho, la Edad Media expresa algo esencial de si misma y no puede conocérsela acabadamente mientras no se hayan entendido estas palabras (II 27, 133-144):
“Mira el sol que ilumina tu frente, la hierba, las flores y los arbustos que produce esta tierra por sí sola. Mientras que estén alegres los bellos ojos que con su llanto me hicieron llegar hasta ti, puedes sentarte o puedes correr tras ellos. No esperes más mis consejos ni mis mandatos. Libre, recto y sano es ya tu albedrío y fuera error no seguir sus inspiraciones; y así pues ensalzándote sobre ti mismo te ciño la corona y la mitra.”
Intentar decir como viven los ángeles en el Paraíso implica definir la región celestial que, en general, no se sabe a ciencia cierta como considerar; cualquier intento equivale a dar forma con palabras a lo que no tiene forma. El Paraíso supone una abstracción que se escapa a todo intento de representación, sin embargo, una de las funciones de los poetas es dar forma a lo indecible, y Dante Alighieri lo soluciona acudiendo a la santa unidad que todo lo abarca en sí misma. Todo es luz... aunque, claro está, para el que aun no ve, como los niños pequeños, nada es más misterioso que la luz. Para Dante las órdenes y figuras del Paraíso están formados de luz y tiene que modelar en la luz su visión gloriosa. La música adquiere enorme trascendencia en el canto que dice entonan los ángeles del cielo: la música, tal cual la luz, ha de entenderse con la forma circular del movimiento. Todo expresa el bien hecho realidad en sus múltiples formas ordenadas en un todo, el de la creación nueva ad infinitum, el del reino redondo y eterno de Dios. Marcado proceso en que los ángeles intervienen en plenitud absoluta. Ya no cumplen una misión, pues todo está realizado. No llevan mensajes, pues todo esta revelado, y la voluntad divina se concreta bajo la gracia de la existencia.
En la Divina Comedia los ángeles realizan un trabajo infinito en que abarcan todo el servicio a la perfección: en la rosa del cielo, en la rosa hueca ocupa su lugar la vida toda presente y toda comunión. Así, desde la entrada al paraíso, a partir de aquí, los ángeles ya no aparecen como figuras individuales, salvo raras excepciones como los servidores directos de María Madre de Dios, pero, en general, los ángeles ahora se manifiestan en coros celestiales.
En su gloriosa belleza indescriptible se desenvuelve ante la vista del poeta el jardín soñado, graciosamente encarnado en la figura de la cantarina Matelda, signo de la voluntad del hombre que mediante la bondad se ha hecho libre, y la creación de Dios. Luego el peregrino contempla el misterioso círculo con la visión histórica de la Iglesia, que se cierra alrededor del carro místico. Aquí aparece una multitud de ángeles como un estallido de la plenitud celestial. Salen al encuentro de Dante que se dirige a lo alto y lo rodean con su atención. En el centro está Beatrice (II 30, 13-39):
“Del mismo modo que a la intimación del juicio postrero se levantarán de pronto los bienaventurados, saliendo cada cual de su sepulcro y cantando aleluya los cuerpos recobrados; así ad vocem tanti senis, se levantaron sobre el carro divino voces de cien ministro y anunciadores de la vida eterna. Todos exclamaban: ‘Bendito quien viene’, arrojando flores a lo alto y alrededor... Yo he visto al despuntar el día arrebolado el oriente todo y lo restante del cielo en apacible calma y nacer velada en sombras la faz del sol, tanto que por largo tiempo resistía la vista a favor de los vapores que le enturbiaban. Así, en medio de una nube de flores, que esparcían al aire manos angelicales y que caían dentro y fuera de un blanco velo de cinta color de oliva, se apareció una beldad cubierta de verde manto y de una túnica de color de llama viva. Y mi espíritu, que tanto tiempo había sin sentirse abatido ni temblando de admiración ante su presencia, casi sin poder reconocerla con la vista, en fuerza de la oculta virtud que de ella procedía sintió la gran fuerza de su antiguo amor.”
Aquí no vamos a considerar el papel que ocupa Beatrice en la Comedia. Sólo es posible afirmar que ella no es una alegoría, ni del cielo, ni de la gracia. Ella es una mujer, hija de Folco Portinari; a los ochos años conoció Dante a Beatrice que tenía nueve, y murió a la edad de veinticuatro años. El poeta la amó desde que sus ojos la vieron. Y durante toda su vida Beatrice fue el objeto de su amor. Lo fue todo: expresión de gracia, esencia de la belleza de la vida. Nunca deja de ver en ella la criatura humana que encendió su corazón. Dante representa en Beatrice la figura de la mujer amada en la unidad de la historia y la eternidad. Si Beatrice no encarnara este carácter único, no existiría la Comedia por ser su sentido más íntimo: el de la fuerza del amor. Porque, al fin, Dante es sólo un hombre enamorado que ha obtenido la fuerza para presentarse ante ella. Y, ante Beatrice, Dante debe purificarse de la manera más dura, más difícil que su descenso por el Infierno y su ascenso de la montaña del Purgatorio; antes de que todo sea claridad y se halle realmente libre ante el cielo para recorrer las esferas guiado por la propia Beatrice. Los ángeles todos apoyan este proceso de amor. Quieren que el poeta sea libre y toman partido compadeciéndose de él, y desean que se le perdone pronto. Luego retornan a lo alto o siguen su trabajo en las esferas, donde se desarrolla la plenitud del bien supremo. Donde está la realidad: forma y poder. Las esferas representan la forma en que el bien es poder universal. Son no sólo enormes masas y espacio, sino también energías: energía que tienen luz, es decir, caracteriza un valor, su influencia es influencia lúcida. Las formas del bien gobiernan el mundo mediante esa energía, que asegura la permanencia del mundo. Así, en las esferas octava y novena, la esfera de las estrellas fijas y la esfera de cristal, hay significación universal: en ellas se manifiesta la bondad de Dios referida a la totalidad de la existencia. En la esfera de las estrellas fijas, como guía y conductor de la historia; en la esfera de cristal, como creador y ordenador de la naturaleza. Hasta qué punto es importante se mide por el hecho de que Beatrice misma lo exhorta que mire atrás antes de entrar (III 22, 124-129):
“Tan cerca estás ya del ultimo grado de salvación -me dijo Beatrice- que debes tener tu vista clara y aguda. Por lo mismo, antes que penetres más allá, mira abajo y considera qué mundo tan vasto hay puesto bajo tus pies.”
El poeta está enfrentado a lo más íntimo del misterio de Dios. Pero se enfrenta no como metafísico o criatura estática, no sólo en el pensamiento que procura borrar su existencia finita y penetran en el misterio sin intervención de la forma temerosa; Dante penetra en Dios como cristiano que está en la historia y es responsable de ella. Antes de dar, siquiera, el primer paso, tiene que cobrar plena conciencia del punto de partida y de lo que hay en el medio, de la Tierra y de las esferas celestes. El punto en que se encuentra es un camino, con un punto de partida y una meta: lo suyo no es un término; es un comienzo. Su visión es grandiosa. Distingue la naturaleza de las manchas de la luna, nombra a la estrella grande de la noche como Diana, hija de Latona; nombra al sol (hijo de Apolo), Mercurio y Venus (hijos de Maya y de Dione), Júpiter, con su suave resplandor, entre Saturno y Marte... y dice (III 2, 23, 91-111):
“Pasé la vista por todas las siete esferas y vi este mundo tal que me causó risa su miserable aspecto, y así apruebo como mejor la opinión que le tiene en menos, y el que piensa en el otro puede llamarse verdaderamente bueno. Vi a la hija de Latona, esplendente, sin la sombra que fue causa de que yo la creyera enrarecida y densa. Allí, ¡oh, Hiperón! Pude resistir la vista de tu hijo y vi cómo se mueven en torno y cerca de él Maya y Dione. Se me apareció el suave resplandor de Júpiter, entre el padre y el hijo, y percibí claramente la mudanza de lugares que hacen, mostrándome todos los siete su magnitud, velocidad y la distancia a que están respectivamente... Y en cuanto mis ojos me pintaron la esencia y grandeza de la estrella viva que triunfó allá arriba como triunfó aquí abajo; por entre el cielo descendió una antorcha, circular a manera de corona, rodeándola y girando, alrededor de ella. La más dulce melodía de cuantas se oyen y conmueven más el alma entre nosotros, parecería estrépito de atronadora nube comparada con el son de aquella lira que coronaba el hermoso zafiro con que se embellecía más tan esplendoroso cielo.”
Ahora es cuando se aparece el arcángel Gabriel loando a Maria Virgen: “Yo soy el angelical amor que giro en torno del sublime encanto nacido del seno que fue albergue de nuestro anhelado bien, y seguiré girando, señor del cielo, mientras sigas a tu Hijo e ilumines la suprema esfera, morando en ella.” Dice Dante: “Así la girante antorcha se fue acallando y todas las demás lumbreras hicieron resonar el nombre de Maria”. Gabriel, el mensajero de la anunciación, aparece reluciente cual una aureola o corona de llamas que rodea a María en el movimiento circular de la bienaventuranza que canta con mayor dulzura de la que podría alcanzar un canto terrenal. El ángel aparece aquí sólo como la luz simbólica, como melodía. Cuando la corte celestial retorna al cielo, sólo permanecen cuatro figuras junto a Dante, quien debe soportar ante ellas una ultima prueba: el apóstol Pedro le pregunta por su fe. Santiago, por su esperanza, Juan por su caridad, que es una misma cosa con la verdad. Y luego Adán, el primer hombre, lo instruye sobre el comienzo de la historia humana. Después desaparecen los personajes y otra vez Beatrice lo exhorta a mirar hacia atrás para que Dante tenga presente el punto de partida al que ha llegado el acaecer histórico: “Baja los ojos y contempla el espacio que has recorrido”, le dice. Dante le obedece y, por última vez, ve la tierra, abajo, en remota lejanía. Luego se vuelve hacia su guía, la mujer cuya belleza sobrepasa toda medida, tanto que “parecía que Dios mismo se regocija en su aspecto”. El aumento de la belleza de Beatrice ante toda la creación expresa la actuación de Beatrice, el poder del objeto amado que ama, que es un poder de creciente elevación común a la verdad, y que Dante expresa diciendo que “ imparadisa la mía mente”. En la contemplación de la belleza, Dante se verá trasportado a la última esfera, el círculo de cristal. Aquí vive el Bien creador, que determina todas las realidades y órdenes. El poeta lo describe así (III 27, 110):

“No tiene este cielo otro lugar que la divina mente.”

Beatrice le habla de los males que afligen al mundo, de la inercia y negligencia que embotan el poder del bien, de los desórdenes que hay entre los políticos de la Iglesia y el Imperio; sin embargo, promete misteriosa salvación para todo. Luego Dante, al ver reflejado en los ojos de Beatrice un resplandeciente punto, se vuelve y contempla en ese punto la realidad absoluta (III 28,16-39):
“...vi un punto del que irradiaba fulgor tan penetrante que, ofuscados los ojos, era menester cerrarlos a la fuerza de sus destellos. La estrella que desde la tierra semeja mas diminuta puesta al lado de aquel como se pone una estrella junto a otra, semejaría a la luna y tan de cerca acaso como parece la aureola luminosa rodear a astro que la colora, cuando mas denso es el vapor de que se forma, se hallaba en torno de aquel punto un círculo de fuego, girando con tal velocidad que hubiera dejado atrás el movimiento del cielo que da mas pronto la vuelta al mundo. Y aquel círculo estaba rodeado por otro, y este por un tercero, y el tercero después por el cuarto, como el cuarto por el quinto, y este ultimo por el sexto. Trazábase por encima el séptimo, de tal manera amplio que aun estando completa en su redondez la mensajera de Juno (se refiere al arco iris) no bastaría para abarcarlo. Lo propio sucedía con el octavo y con el noveno, pero cada cual se movía mas lento según se hallaba a mayor distancia del primero, y resplandecía con más fúlgida llama aquel que menos lejano estaba de la chispa pura, por la razón, a mi entender, de que estaba con él mas identificado.”
Este “punto”, la “chispa pura” en que se concentra todo a al vez, es Dios; los círculos son los ángeles dispuestos en el orden de su esencia y jerarquía. El “punto Dios” es mas pequeño que los círculos, que todo lo creado; pero es mas resplandeciente que ellos, condensa todo lo creado. Por todas partes, Dios se sustrae a toda medida, de tal manera que puede llamársele “todo” y “nada”, que en Él viene a ser lo mismo. Así, los ángeles tienen un único contenido de vida: Dios. Definiéndose el concepto de espíritu como la capacidad de “aprehender” a Dios. Luego, el carácter vivo del ángel está en que, con todo su ser, se ha decidido por Dios. Los ángeles se decidieron por Dios en el primer instante de su existencia; por esto son espíritus puros y simples. En cada uno de sus actos está concentrada la totalidad de su ser. Y así fue ya en el primer instante de su existencia, esto es, en un instante de conciencia superior, de decisión absoluta, de libertad y autorrealización. Porque, especialmente, el ángel es un ser de la creación realizado. Su existencia se realiza en la coejecución de la obra de Dios, mediante el servicio que es puro amor, y la alabanza, el acto por el cual la criatura reconoce que Dios es digno “de recibir el poder y la riqueza, y la sabiduría y la honra y la fortaleza y la gloria y la bendición” (como se lee en Apocalipsis V, 12). El “servicio” es la actividad que cumplen los ángeles en la creación universal; junto al obrar inmediato de Dios, que lo hace por irradiación, contacto y presencia directa, hay una forma indirecta, que se realiza por medición de seres individuales, y los primeros de estos seres son los ángeles. A través de ellos está siempre presente en el ser y en la consumación de la obra, la persona, en relaciones de mediación y comunicación, en actos de diferenciación y unión, en articulaciones de categorías, de lo simple o lo complejo, de dirección y subordinación. Son estos, en especial, los principados, los arcángeles y los ángeles propiamente tales, que viven en la realización del crear y del regir mismo de Dios, del acaecer del mundo y de la historia humana.
En esta concepción circular de la existencia que plantea el poeta, los ángeles viven en Dios, pero son asimismo los enviados a través de los cuales El actúa en el mundo. Según la concepción ya antigua, los ángeles son las “inteligencias” que mueven las esferas, pues la primera forma de acción que procede de Dios es el movimiento, y este se realiza en la forma eterna y perfecta del círculo atómico. Las esferas más exteriores se mueven en círculo a velocidad mayor, porque ellas se hallan más próximas al “lugar” de Dios, al empíreo. Dice Dante (III 27, 109-117):
“No tiene este cielo otro lugar que la divina mente, donde se enciende el amor que lo mueve y la fuerza que lo penetra. La luz y el amor le rodean en círculo, así como él rodea a los restantes cielos, empíreo que sólo comprende aquel que lo ciñe. No deriva su movimiento de ningún otro, sino que él sirve de medida a todos los otros...”
Del texto se desprende qué clase de movimiento es éste. Por este movimiento la plenitud de luz y amor, la esencia creadora de Dios, penetra en el mundo de la realidad. Las esferas son expresión del mundo visto como “cosmos”. En ellas se hace visible la transformación de la intención en ser, del amor en movimiento del mundo. Y ese paso se expresa en el círculo, que en la parte mas exterior se mueve con máximo ímpetu, en tanto que lo hace con mayor lentitud cuanto mas cerca están de la tierra las esferas. La Tierra misma, el cuerpo del mundo más denso y pesado, en la cual las cosas están encerradas dentro de rigurosos límites y en la cual se decide la historia, está quieta.
Así, quienes mantienen en movimiento los cuerpos celestes que se ven y otros que no sabemos, son los ángeles. Los serafines rigen la esfera de cristal, el “primun mobile”; los querubines la esfera de las estrellas fijas; los coros siguientes, desde los tronos hasta los sencillos ángeles, rigen las siete esferas planetarias, desde Saturno hasta la Luna. Determina, pues, el movimiento, con lo cual el ser manifiesta de modo directo su carácter sensible. Y el orden de valores que se revela en el dominio celeste aludido, y al que corresponde el Purgatorio y el Infierno indica, en ultima instancia, que el orden de valores de los ángeles mismos encuentra su expresión en el mundo. En la “jerarquía” se expresa la multiplicidad y la unidad de los modos en que los ángeles, a su vez, participan en la plenitud del calor divino. Si consideramos ahora que, según la concepción dantesca, son esas esferas las que con su movimiento determinan los procesos que se verifican en la Tierra, esto es, ponen condiciones a la libertad humana, los ángeles son, en general, los mediadores del acontecer del mundo. En una realidad en que no hay fuerzas y leyes abstractas que rijan al mundo, sino que todo procede de una acción y detrás de toda acción está el concepto de persona.
Así, el hogar de los ángeles, nuestro concepto de “hogar”, según la Comedia, se encuentra en la esfera más exterior, la esfera de cristal que encierra ese “lugar” de Dios, que no es otra cosa que “la mente divina, donde se enciende el amor que lo mueve y la fuerza que lo penetra”. Este es el empíreo en el cual están la luz y el amor de la unidad esencial. Entonces, según Dante, el empíreo es, en última instancia, la mente y el amor intimo del propio Dios. Así es como los ángeles son intermediarios permanentes de la expresión del amor, proceso por el que las almas participan de la plenitud de la luz. Podríamos decir que ellos van tejiendo ese proceso (III 31, 1-27):
“En forma de cándida rosa se me mostraba la milicia santa de la que Jesucristo se hizo esposo por el vinculo de su sangre; pero la de los ángeles que, volando, contempla y canta la gloria de Aquél que es objeto de su amor, y la bondad que la sublimó a tanta excelencia, como enjambre de abejas que ora liba las flores ora vuelve donde labra su sabroso néctar, pasábase en la gran flor ornada de tantos pétalos y de ella se remontaba donde su adorado mora permanentemente. Tenían todos de viva lumbre los rostros, las alas de oro y el resto de tal blancura que no hay nieve en que luzca con tanto extremo. Cuando descendían hacia la flor derramaban de uno en otro escaño, agitando sus alas, la paz y el fervor que habían cobrado, y no por interponerse entre la suprema altura y la flor tal muchedumbre de alados seres, se ofuscaba la vista ni la claridad se amortiguaba; porque la luz divina penetra en el universo según es conveniente a cada parte, sin que nada pueda debilitarla. Este tranquilo y gozoso reino, poblado de tantos espíritus antiguos y nuevos, tenía fijos en un solo punto su amor y sus miradas.”
Lo que aquí se desarrolla es la eternidad; “vida que nunca acaba, de posesión total y perfecta”, al decir de Boecio. Riqueza y transparencia, multiplicidad y orden, profusión de figuras y actas en perfecta unidad. Siendo loa ángeles las criaturas que tejen esa unidad. La sirven; pero es un servicio que ya no tienen nada que alcanzar, pues todo se ha alcanzado, y que estriba en un realizar eterno de lo que constituye la perfección. El servicio de los ángeles es, pues, un puro pulsar, una “ejecución musical” que tiene un sentido análogo al del movimiento circular en la eternidad. Cuando Dante habla del torrente de luz y del mar de luz por el que anda, dice que los destellos del río, los ángeles del mar, se precipitan en él para llevar la luz a los bienaventurados. Pero en tanto se ha modificado una de las dos direcciones del vuelo de los ángeles: donde los ángeles se “precipitan” no es ya abajo, en el interior de la rosa, sino arriba, sobre ella; y desde allí llevan a los bienaventurados la paz y el amor. Trátase de la fuente eterna. Tratase de Dios. Y mientras Dante deja vagar la mirada por las luminosas extensiones de la Rosa, expresión de la creación definitivamente recogida, en el canto vigésimo noveno, una vez que Beatrice hubo hablado del mundo y de su orden, de la posición de los ángeles, de su número y de su sentido, la visión de la bella desaparece, y junto al poeta se encuentra ahora otra figura para servirle de guía: Bernardo (III 31, 59-63):
“...un anciano vestido como aquellos gloriosos moradores. Bañaba un benigno júbilo sus ojos y mejillas y su expresión era tan afable cual convenía a un padre cariñoso.”
Y entonces Bernardo le señala a Dante hacia lo alto y se inclina reverente ante la presencia magnifica de María Madre de Jesucristo, por cuya intersección se le concedió al poeta la gracia. Está ella sentada en lo alto de la Rosa del cielo y resplandece con tal claridad que alrededor de sí deslumbra como el sur al mediodía de sol. Cerca de ella aparecen, por última vez en las páginas de La Divina Comedia, las huestes de ángeles (III 31, 130-135):
“Y en aquel lugar veíanse más de mil ángeles que con las alas abiertas la festejaban jubilosos, distintos unos y otros en su brillo y movimientos. Allí presencié como se complacía en su júbilo y con sus cánticos una belleza cuyos ojos comunicaban alegría a todos los demás santos.”
La belleza alegre es la Reina del cielo, que se hace Rosa mística (como se suele nombrar a Maria Madre de Jesucristo), alrededor de la que mora una profusión indecible de seres celestiales. Dante está casi cegado de luz, pero Bernardo le exhorta (III 32, 85-87):
“Vuelve ahora la vista a la faz que mayor semejanza tiene con la de Cristo; solo su claridad podrá prepararte para ver a Jesucristo.”
Las palabras remecen al poeta por el fin que se precipita, y escribe:
“Y vi en efecto que ella estaba inundada de alegría tal, comunicada por los espíritus angélicos creados para difundirla entre todos aquellos tronos, que nada de cuanto antes había visto me produjo admiración tan grande, ni nada me había dado idea tan parecida a Dios.”
El poeta se halla extasiado. Ya el fulgor de la Rosa queda atrás como todo lo creado. Ante su mirada solo puede permanecer la madre esplendente. Ante la que se muestra también como su intercesor, uno de los arcángeles, Gabriel, el de la anunciación (III 32, 94-99):
“El amor que descendió primero cantando “Ave Maria, Gracia Plena”, extendió ante ella sus alas y por doquiera la corte celestial respondía al himno sagrado, de modo que a cualquier parte que se mirase se veía mayor serenidad.”
Así, para que la esperanza del poeta se concrete, Bernardo invoca a Maria Virgen y le suplica que otorgue una vez más su intersección para que el poeta cumpla su deseo: estar en cuerpo y alma junto a la mujer amada. Y Maria Virgen se vuelve a la “luz eterna”, hacia la distancia última y definitiva, a Dios mismo se vuelve y Dios responde con la Revelación. Por ella entró Dios en el mundo; por ella el poeta iluminado entra en los dominios de Dios. Lo que nos viene de Dios no es solo Su luz, Su poder creador, sino además el Hijo que El envió al mundo y que se hizo Hombre y entró en nuestra historia y la hizo santa. En Dante, lo que retorna a Dios por el solo deseo del amor es el ser humano redimido, un hombre que lleno de fe recorre el camino por el que llegó al mundo el Redentor. Al poeta, en el sendero lo ha guiado el amor por Beatrice, nada más.
La impresión de cuya belleza ha causado en él esplendor de la verdad. Se le ha revelado el signo del bien perfecto, el carácter perfecto de la realidad. Presupone, pues, conocimiento y acción, superación y madurez. La belleza está al final del camino, después de haberse alcanzado todo, pero no es cosa a la pueda llegarse sin mas ni más; antes bien, ha de intervenir la gracia de lo alto, y ha de recibírsela a manera de obsequio. María Madre de Jesucristo refleja que la belleza no es ciertamente solo una añadidura a lo verdadero y bueno. Tiene un sentido propio. Sin embargo, está en un orden y confirma que la verdad resplandece en la existencia, que el ser se halla en la pura libertad, con la certeza de que la belleza es fructífera y está cargada de sentido. Para el Dante que escribió la Comedio, la vida presupone verdad de la revelación, amor de Dios, obediencia de la criatura humana creyente, fidelidad, orden, práctica, sacrificio, osadía de la voluntad, madurez de la persona.
En todo el curso de las páginas de la Divina Comedia, la belleza de Beatrice que exalta el poeta, prepara la aparición del bien al fin. La afirmación de que lo eterno-femenino eleva es verdadera; aquí se trata de una mujer viva a la que un hombre amó y luego perdió. La fe en volver a verla lo ha llevado a Dios: proceso magnífico en que los ángeles ocupan su propio sitial en las circunstancias. En la representación generalizada de los poetas, los ángeles son figuras líricas. Los metafísicos los conciben intelectualmente, como representaciones de principios eternos o ideas superiores. Los simbolistas ven en los ángeles imágenes cuyo contenido sensible de la existencia expresa relaciones ocultas, puertas cerradas o apenas abiertas, formas de una entidad superior. Los míticos, en fin, hacen de estos seres superiores, en algún sentido, “dioses” o “extraterrestres”. Dante Alighiere ve a los ángeles como envueltos en la misma gracia que le fue a él conferida. El no pretende expresar un sentimiento o crear una imagen, para el poeta, simplemente, los ángeles allí están. El de La Divina Comedia es un orden en el cual el mundo y nuestra existencia son tales y como debían ser ante Dios. El alma de esta idea lo revela Dante en el primer canto del paraíso, cuando dice por boca de Beatrice:
“Todas las cosas creadas guardan entre sí un orden y esta es la forma que tiene el universo de asemejarse a Dios. En tal principio descubren las criaturas superiores el indicio del eterno poder, que es el fin para el que se estableció tal orden. A ese orden se ajustan todos los seres según el tenor de la diversidad de esencia que más o menos los acerca a su Creador. Por esto cada cual se dirige a distinto puerto por el gran mar de la existencia, conforme al instinto de que ha sido dotado y que le sirve de guía.”
Tomando la tradición antigua, La Divina Comedia es la historia de un hombre en búsqueda de una mujer única que es ayudado por los ángeles; que existen como parte de la multiplicación de la existencia que alcanza a la unidad. Un orden en que cada cosa tiene su lugar, en que cada ser tiene un sentido.
© Waldemar Verdugo Fuentes.

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